Murió Camilo Sesto. Lo sé por redes sociales. Lo leo en titulares de prensa. Pero solo me doy cuenta que murió Camilo Sesto cuando hablo con mi mamá por teléfono. Vivimos hace ya muchos años en ciudades lejanas. Me llama para saludar, para preguntar si ya es invierno. Y en medio de las preguntas de rigor, me cuenta que murió el cantante de Melina. Y decir esto en voz alta la apesadumbra. Me confiesa que lloró cuando vio las noticias. La conversación cambia de tono. Me habla con nostalgia de esa generación de cantantes, de lo lindo que era Camilo Sesto, de la euforia de sus amigas cuando salía un disco suyo, y de un exnovio que le dedicó alguna vez una canción y que le prometió que sus sueños, tarde o temprano, se cumplirían. No le da vergüenza contarme que lloró sola. No busca lástima ni reconfortarse. Antes de despedirnos, yo le pregunto si tiene alguna canción preferida, y en respuesta, mi madre hace algo a lo que casi nunca se atreve: canta. Entona y tararea. Yo escucho al otro lado de la línea. Me dice que ya estuvo bueno de hablar, que seguro tengo mucho por hacer, que ella debe seguir con sus cosas. Colgamos y un hilo de aire con su voz queda flotando en mi casa. El verso se evanesce.
Vivir así es morir de amor
Y por amor tengo el alma herida
Por amor, por amor, no quiero más vida que su vida
melancolía…
Yo hago la cena o lavo la ropa, alguna tarea doméstica. Lavo los platos. Cuando termino me sirvo una copa de vino y guiado por el eco abismal de una balada que me sé de memoria pero de cuyo título no me puedo acordar, busco en YouTube “Camilo Sesto”. Escucho una, dos canciones, alguna versión en vivo. Pienso en España, pero me doy cuenta que la interpretación que veo es en algún lugar de Suramérica. Pienso en casa, en todas mis vidas pasadas. Me acuerdo de cosas que yo pensaba que ya no estaban más en mí. Urgo en la memoria algo que no sé qué es. De repente lo encuentro: una nota, un arreglo musical, no sé, un cambio mínimo en la tesitura me conmueve, resquebraja el plomo que llevo adentro, y siento ganas de llorar. No sé nombrar ese sentimiento, pero sé muy bien que no es tristeza, y tampoco me esfuerzo demasiado en buscar la palabra adecuada. Me parece que en el afán por nombrar no voy a permitirme sentir eso que siento y me voy a tropezar con un término equivocado, con la trampa lexical con la que a veces el idioma nos engaña.
Pienso que la única educación sentimental que se me ofreció —y que le fue ofrecida a mi mamá— nos fue transmitida por esa música. Me doy cuenta que ambos compartimos un imaginario emocional, un sistema sentimental. Y mi inteligencia se juega en discernir entre sensibilidad y sensiblería. Todo lo que musicalmente me gustó después de la balada romántica amplió mi espectro cultural, refinó mi estética personal, determinó mi ámbito social, expandió mi vida interior, pero solo esa canción melódica —que me sé de memoria pero de cuyo título no me puedo acordar— formó mi aparato amatorio, le dio espesor y profundidad a mis sentimientos, pero también me condenó a la desavenencia de, a veces, como esta noche cuando escucho El amor de mi vida en completa oscuridad, despeñarme por el barranco absurdo del llanto sin motivos. No ese llanto desconsolado e infantil que deforma los rasgos de la cara, ni el llanto rabioso y enceguecedor que desgarra las entrañas. Todo lo contrario. Es un llanto tranquilo, apaciguado, silencioso. Un llanto solitario sin sollozos, que me da cierto regocijo extraño, que me limpia por dentro. Para evocar a sus padres, muchos dirán que son sangre de su sangre; yo, de mi madre, diré que soy lágrima de sus lágrimas. Otros dirán que de sus padres heredaron la estatura, el estatus o el temperamento; yo tendré los sentimientos y siempre a Camilo Sesto, siempre la música.