Encontrándome en la ciudad X, un día cualquiera de 2006, en el lugar donde cursé mis estudios universitarios se me sugirió encontrar a Manuel. Ese año dudas atroces habían empezado a asaltarme, dudas sobre cambiar o no de carrera, sobre lo que yo había sido e iba a ser, sobre lo que era. Como no las pude acallar del todo, me matriculé en un curso de otra carrera, un desvío de territorios curriculares. La primera vez que se me sugirió encontrar a Manuel fue por una desviación, por un extravío.
El profesor de ese curso, con el que antes debí haber cruzado alguna vez alguna palabra, dictaba clases tanto en mi carrera como en la que yo quería explorar (ambas hacían parte de la misma facultad). Y quizás por esos cruces académicos o de pasillo de la universidad, entre él y yo había cierta familiaridad atípica. Nos saludábamos por el nombre, intercambiábamos preguntas si teníamos tiempo antes de que empezara la clase. Él llegaba temprano, como yo, y en lugar de abrir el salón y esperar adentro, prefería quedarse afuera, delante del aula. En esos minutos de espera los alumnos —habituales y polizones, como yo— íbamos llegando y él nos saludaba afuera con las llaves del salón en la mano. Allí se iba creando esa familiaridad que mencioné. Afuera del salón había algo que nos horizontalizaba a todos, que nos igualaba artificialmente. Por unos instantes el profesor, sin dejar de ser profesor, no era el profesor ni nosotros sus estudiantes, sin dejar de ser nunca los alumnos. Éramos solo ese diálogo.
Y un día éramos solo él y yo. No recuerdo si fue una conversación larga o corta. De ese día recuerdo solo algunas de sus palabras: Vos deberías leer El beso de la mujer araña. Y no recuerdo mucho más, pero estoy seguro que yo no pregunté nada ni tampoco él quiso agregar algo. Y nunca sabré si esa fue una recomendación —en español también se usa el verbo deber para sugerir— o si era más bien la advertencia de una responsabilidad desconocida, de un imperativo revelado, de un deber sustantivo.
En mi casa de la ciudad X, que era la casa de mis papás, me di a la tarea de investigar qué era eso del beso de la mujer araña y por qué ese profesor, que apenas me conocía, me lo habría recomendado a mí y no a toda la clase. Internet me ayudó a saber lo primero y fue entonces cuando di con su nombre, oblicuo y evanescente como una estrella fugaz entre los nombres de Internet: Manuel Puig. De lo segundo, no lo sé, pero a esa edad y con lo poco que yo sabía de mí entonces, solo recuerdo un sobresalto, el descolocamiento de que un hombre heterosexual me recomendara un libro en el que el personaje principal era homosexual ¿Qué decía esa recomendación de mí? ¿Y qué decía de él, del profesor? ¿Y por qué sentía yo que él había visto en mí algo que yo, de manera inconsciente pero empeñada, intentaba ocultar, opacar? Y ahora que lo recuerdo, pienso que la manera en que él me lo dijo, a solas, fue también como pasar o decirme un secreto, como un gesto de clandestinidad y complicidad dicho al oído. Pero a mí eso en vez de ratificarme o gratificarme me dejaba con más dudas de las que tenía ¿No se supone que eran solo dudas sobre qué estudiar, sobre qué ser (o no) cuando creciera? Y como a mis diecinueve años no solo era dubitativo sino también atolondrado e inepto, jamás me importó buscar el libro.

Encontrándome en la ciudad M, un día cualquiera de 2017, el libro me encontró a mí. Estaba en una mesa de saldos de un mercado barrial de fin de semana. La luz de esa tarde hizo que el encuentro pareciera una aparición. Cuando lo vi sobre la mesa —qué bonita edición, debe ser de las primeras— supe que era el momento de cumplir con el deber sugerido y advertido por mi profesor de universidad. Cuando volteé el libro, también le pude dar una cara a Manuel, de cuyo nombre no me acordaba. Ese rostro en blanco y negro de la contratapa le dio una corporalidad al escritor y el encuentro fue entonces un acontecimiento.
Leí El beso de la mujer araña ese año, en parques y en cafés de la ciudad M. Con mi sexualidad más o menos asumida, me entregué a una cautividad que hizo que me adentrara no solo en la celda de la prisión y que fuéramos tres con Valentín y Molina, sino que ahondara por primera vez en un universo en expansión, el universo Puig. Seguía sin entender las palabras del profesor: por qué entre tantos libros ese, y por qué entre los libros de Manuel este. Pero ya era tarde para la reflexión y cuando volví a la ciudad X, con el libro ya todo dentro de mí, lo quise guardar dos veces y lo puse donde están las cosas que no quiero perder, a pesar de los embates de las mudanzas y de la obstinación de la errancia.

Me interesé en Puig y en su «programa literario», como dice Alan Pauls. Leí artículos sobre su experimentación estructural y vi en mi computador las adaptaciones al cine de un par de sus libros. Me interesé en el «mal gusto» como construcción social, en la hiperestetización del melodrama, en la narración y el montaje fragmentarios, en la imbricación cine-literatura, y en la iconoclasia de Manuel, en su marginalización y en lo que hizo con ella, en su obra —a pesar de que había leído solo uno de sus libros—. Y aunque desde entonces su nombre y sus palabras fueron ya para siempre algo que habitó en mí, como una voz o como un recuerdo de alguien, un día el interés se convirtió en otra cosa más dispersa y volátil, y seguí con mi vida. Y me atrevería a decir que lo olvidé, que en los libros que vinieron después encontré otras cosas, otros nombres, otras formas de ahondamiento y entretención, de evasión y de refugio.
Encontrándome en la ciudad R, un día cualquiera de 2022, y en un momento de mi vida de dificultad y confusión, algo ocurrió, algo en lo que no dejo de pensar. Yo estaba en la ciudad R siguiendo un sueño que volaba con un vuelo muy alto, y yo tenía un ala herida. Y en esa ciudad, a la que no he vuelto y que sigue siendo para mí la ciudad más enigmática en la que jamás he estado, tuve una noche de solaz y de dicha. Vi una película, Happy Together, de Wong Kar-wai. Y ver las imágenes de esa película, seguir sus secuencias, perderme en sus calles de Buenos Aires y de Hong Kong, hizo que encontrara, como quien encuentra dos ciudades perdidas y recuperadas, dos claridades. La primera no la puedo decir aquí, o no me atrevo quizás a escribirla, porque es personal y remueve en mí un dolor. La segunda, que también es luminosa y verdad, es la ilación de eventos que siguió después de haber terminado de ver la película y que me llevó de vuelta a Manuel. (Y que acabo de decidir que es tan personal como la primera).

Happy Together es una película de 1997 que yo vi por primera vez en 2022, esa noche de cálido amparo en la ciudad R. A mí me parecía inverosímil que nunca en veinticinco años se me ocurriera verla, ni siquiera que no la hubiera visto por error haciendo zapping en los días en que se hacía zapping o en Internet en los días en los que veía desaforadamente películas de manera ilegal. Quise leer más sobre la proeza que es esa película y no tuve que indagar mucho para descubrir que Wong Kar-wai había basado su trabajo, se había inspirado en un escritor argentino, en un tal Manuel Puig, en su novela The Buenos Aires Affair.
Temporalmente de vuelta en la ciudad M, en esa ciudad donde fui feliz, y donde para mayor alborozo también se hablaba mi lengua, ¡que también es la lengua de Manuel!, deambulé por librerías buscando alguno de sus libros y martirizándome por no haber leído nunca más otros títulos, por no haberlo buscado jamás. Al principio fue difícil y solo logré rescatar Pubis angelical (1979), en una edición bellísima, que tiene manchas de color ciruela.

Y aquí ocurre una paradoja, de lo que las ciudades hacen con nosotros, y también con los libros: leí la mitad del libro en esa ciudad maravillosa (M) pero me costaba avanzar en él, encontrar algo del destello milagroso que había experimentado cuando supe que Kar-wai y Puig estaban interrelacionados en la trama de mi vida. Sin embargo, mi tiempo en la ciudad M se cumplió y tuve que regresar a la ciudad C, que es un lugar de estragos adversos en el que me cuesta sentirme a gusto, pero que es donde vivo. En el avión de regreso, con ese apesadumbramiento que dan las despedidas de los lugares donde fuimos felices, tengo todavía en el recuerdo la sensación de pasar una página y que ante mis ojos avizores el libro cambiara de registro, de género, un libro-trans; y dando tumbos en esta ciudad misteriosa y cerrada para mí, fui todavía un poco más feliz de reconocer en Pubis angelical una obra maestra en toda su amplitud y en toda su intemporalidad. Y solo ese descubrimiento hizo que replanteara todos los términos de mi relación con la ciudad C.
Pero las inverosimilitudes no terminan ahí. Antes de viajar a la ciudad C, otro día cualquiera de 2022, fui una vez más a una librería y compré algo, a manera de despedida. Antes de salir de allí lo vi: otro regalo de esa otra ciudad-regalo. El año de mi urgencia era también el año del 90 aniversario del nacimiento de Manuel, y Seix Barral había reeditado su obra: La traición de Rita Hayworth (1968), Boquitas pintadas (1969), The Buenos Aires Affair (1973), El beso de la mujer araña (1976), Pubis angelical (1979), Cae la noche tropical (1988).
Estaban ahí, en frente de mí, reeditados y vigorizados. Fue como encontrarse accidentalmente a un amigo después de muchos años y quedar con una alegría revoloteando adentro. Solo pude comprar dos de esos tantos libros, agarré uno en cada mano, y el impulso solitario se sintió como un abrazo. ¡Manuel! ¿Cómo estás? ¿Qué fue de tu vida? ¿Dónde habías estado? Y yo ¿Dónde estuve? ¿Quién fui todo ese tiempo? Me tengo que ir, me va a dejar el avión…
Encontrándome en la ciudad C, un día cualquiera de 2022, terminé de leer los libros que traje del viaje, los libros de Manuel. Sentado en una banca, como en 2017, la primera vez que lo leí, la primera vez que lo vi, pensaba cómo fue que ocurrió todo esto, cómo es que tardé diez años para seguir un consejo y casi veinte para hacer de esa recomendación un tesoro y una búsqueda. Cómo es que se urde esa red de amistades imaginarias y de afectos de interdependencia, de vínculos entre la vida y los libros, entre escritores y lectores; cómo es que aparece un maestro y cómo nos preparamos para ese encuentro.

Para resquemor de todos mis detractores, todavía me queda una alegría más y es saber que aún no he leído todas sus historias, que aún hay libros de Manuel que todavía no he abierto. A ellos, no a mis detractores sino a esos libros no leídos que van circulando por las ciudades en las que he y no he estado, yo los invoco: alcáncenme, tóquenme, completenme, hablenme del misterio de una vida real signada por ficciones, háganme lector.