Al lugar al que voy ellas no me pueden acompañar, aunque aún no sé cuál sea ese lugar. Algunas plantas pueden transplantarse, pero en su naturaleza ellas no conocen la movilidad ni saben irse ni abandonar. Las plantas saben estar ahí, otros solo sabemos marcharnos. Y dejamos atrás todo lo que no nos aligere. Estando ahí, ellas son compañeras y cuidadoras. Sus retoños son nuestras alegrías y sus silencios nuestros analgésicos orgánicos. Hace algún tiempo leí que un estudio mostraba que los pacientes de un hospital psiquiátrico se calmaban más fácilmente si veían el vaivén de los árboles cuando hay viento calmo.

Una vez la más grande casi se me muere. Fue todo culpa mía, pero contra todo pronóstico y como todos sabemos, la planta fue resiliente y sobrevivió. Aunque para mí este descuido y esta proximidad a la muerte la dejaron cansada y doblegada, como con un pesar. Cuando mi mamá la vio, me dijo que le tenía que ayudar a erguirse y ella misma le amarró con amor un listón alrededor del tronco con un refuerzo de madera. Es cierto que árbol que nace torcido jamás su tronco endereza, pero en su torcedura natural mi planta estuvo feliz después de ese gesto de gratitud. Mi mamá me dijo también que les tenía que hablar más seguido para que se pusieran bonitas. Yo nunca lo hice, pero luego pienso en la vida secreta de las plantas, en su reino, en el misterio vegetal.
Y luego trato de pensar dónde ponemos culturalmente las plantas. El árbol genealógico como esquema y la vida interior como jardín. Irse por las ramas, ver los árboles y no el bosque. Pienso en «El árbol de la vida» de Terrence Malick y en la lindura de la palabra arborescente. Pienso en mis plantas.

Cuando decidí desprenderme de ellas algo me golpeó adentro y cuando fue momento de despedirme, recordé el consejo de mi madre y quise dar una palabra a esa planta que, viéndome tantas veces en los avatares y los cansacios de mis soledades, me había dado tanto sin que yo jamás, hasta ahora, lo notara. Dije «gracias».
Las plantas se mueven para buscar el sol. En el léxico botánico esto se llama heliotropismo. Voy a la plaza entre Nippes y Ebertplatz, Neusser Platz, y me siento una vez más en los bordes de concreto de los cuadriláteros que contienen otras plantas que no son mías sino de todos, y que por esta época también vuelven solitas a la vida. En esta terraza no hay mesas ni sillas (los alemanes se niegan ese placer), y me entrego al amparo de un rayo de sol benefactor, ese astro que ha sido aún más un enigma para las gentes de estos confines. Busco con-sol-a-ción solar. Me doy cuenta que mis plantas eran además maestras y que siempre quisieron enseñarme sobre la luz y sus efectos. Sentado aquí quiero hacer fotosíntesis y encontrar en este bálsamo mi paz y mi alimento.
Escucho el nuevo disco de Natalia Lafourcade en mis auriculares y también me dejo abrazar por la música. Suena «El lugar correcto» que tiene un verso muy bello que dice
Perdona si lloré, lloré, lloré
Mientras bailaba
Digo que el verso es bello pero en realidad lo es la imagen a la que alude (llorar bailando), aunque es la frase «lloré, lloré, lloré» lo que me atrae de la canción, lo que me produce un cierto placer nostálgico. Me quedo pensando en esa repetición y, aunque tardo, descubro, como una serendipia, que esta misma frase ya estaba en «Caray» de Juan Gabriel y entonces me quedo prendido a esa frase y pienso en él, en el cantor, como precursor y como árbol. Se me ocurre que en cada uno de nosotros hay un reservorio de frases musicales, a veces las olvidamos y a veces, quizás menos de lo que quisiéramos, otra canción las activa y entonces, frente a la luz, reverdecemos por dentro.