Con sus implementos de película de terror ella puede ver el interior de mi boca mejor de lo que yo la puedo ver cuando me miro al espejo en el baño y la abro toda ¡Aaaaaaaah! Dice que la herida aún no ha sanado del todo después de la extracción y que en un incisivo superior nota algo raro, y lo toca suavemente con otro instrumento metálico. Me pregunta si siento algo.
Le digo que sí, pero el tubo extractor de saliva y sus manos operando sobre mi cara hacen difícil decirle algo más. Ella, asertiva, aplica un trozo de una sustancia, es evidente que necesita concentrarse más para ello y que mi intento por explicar la desconcentra. Vuelve a tocarlo y me pregunta ¿Sientes dolor? Yo dudo por un instante y le digo que sí, y ella me dice «No puedes sentir dolor», o parafraseo, «No puedes estar sintiendo dolor después de lo que te acabo de aplicar». Pero lo vuelve a hacer: aplica otra vez ese empaste semilíquido en la superficie de mi diente que no puedo ver ni oler. Lo vuelve a tocar esta vez con un poco más de contundencia y de firmeza. Le digo, o intento decir, que no siento dolor, pero que cuando ella me toca allí experimento algún grado de sensibilidad, como si en mi diente hubiese una zona constitutivamente distinta a los demás. Contrariada, ella me dice que no puedo sentir dolor y después, como si quisiera añadir algo todavía más verdadero, dice que si siento algo entonces es dolor.
Lo que quiero registrar aquí es que de camino a casa sin «dolencias» dentales —que ya en sí me basta— me doy cuenta de que le hemos conferido al discurso científico-médico toda la credibilidad epistemológica, el pódium absoluto e incontestable de la verdad a secas. Si la odontóloga dice que lo que siento es dolor ¿es dolor? ¿O es otra sensación acaso para la que aún no hay nombre en español? Se nos ha dicho que placer y dolor son antípodas que en ocasiones se solapan y se confunden, pero que siempre son y serán compuestos opuestos de un binomio cerrado. Nunca se nos ha permitido pensar que entre uno y otro existan otras sensaciones, otras figuras de la experiencia sensitiva. Así como no siento placer cuando ella me toca allí, tampoco siento dolor. Siento algo más. Piensen en una situación en la que experimentaron placer y dolor a la vez ¿No hay en ello en algún momento un estremecimiento que no es ni uno ni lo otro, simplemente otra cosa, otra(s) arista(s) de lo perceptible, otra potencia sensorial?
Palpándome con la punta de la lengua el barniz de mi incisivo, pienso en el monopolio discursivo que la ciencia tiene sobre el (auto)conocimiento (y sobre el lenguaje). Y cómo eso ha determinado en gran parte la manera como nos describimos, como nos formulamos, como nos pensamos. (Pienso en lo que leí de Paul B. Preciado sobre la palabra «homesexualidad» como categoría médica (y hasta hace no tanto psiquiátrica(!)) en la historia del siglo XX.
A ella, a la odontóloga, le agradezco mucho que sepa cómo meter un taladro en mi boca y quebrar un hueso para extraer lo que me molesta. Ese y otros conocimientos suyos y ese esmero profesional por mi bienestar y mi salud los necesito, los valoro. No quiero invalidar el lenguaje de su profesión. Pero no por eso dejaré de decir que a mí me corresponde el conocimiento de mi cuerpo —y de mi lengua, en todos los sentidos— y la sospecha de que hay otras formas de conocer y de sentir, otras formas aún por inventarse (o descubrirse) de nombrar. Nos vemos en un año, doctora.