Platónico y cachetón

Hace unos meses leí que el ejército talibán había secuestrado, torturado y asesinado a Hamed, un estudiante afgano de medicina, por ser gay. Su pareja, Bahar, decía en una entrevista a medios de Occidente: «Éramos como cualquier otra pareja de enamorados en el mundo pero el Talibán nos trata como criminales.»

Pensaba en esas parejas y esas vidas que viven sus enamoramientos y amores a ocultas, en las formas subrepticias y profundas en las que se expresa el ser y el afecto. Y a pesar del agobio que me dejó leer el artículo no me quedé pensando en la muerte de ese chico sino en cómo vivió su vida. Y desde Kabul a Medellín trazaba arcos imaginativos y comparativos, algo que me acercara a Hamed, algo que me ayudara a comprender. Y fue pensando en esto que recordé un audio que circuló viralmente hace unos meses: lo busqué y escuché de nuevo, muchas veces, y aunque cuando lo oí por primera vez me reí, esta vez lo escuché con un poco más de seriedad, quizás para encontrarle un significado del que no me había percatado antes.

En ese audio, que dura un escaso minuto, un individuo llama a su amado y le declara sus sentimientos, no de manera directa —aunque un poco sí— sino como haciendo círculos alrededor de las frases. Como si se tratase de un cantor popular declamando versos de amor anónimos. Lo corteja. No sabemos sus nombres ni cómo se conocieron, ni siquiera sabemos si han interactuado antes. En la llamada solo sabemos que a uno, al destinatario, se le conoce como «el peinadito» —aunque el emisario le diga «cachetón»—.

Platónico y cachetón

Dicen que los hombres gays son muy físicos y carnales, que su culto al cuerpo es una herencia helénica y al mismo tiempo su propio ahogamiento en el estanque de Narciso. Pero a la declaración de amor que asistimos no es el cuerpo lo que se quiere admirar y adorar, lo que despierta la pasión del llamante parece ser más etéreo y difícil de asir. Nuestro protagonista dice, un tanto titubeante —no de su deseo sino de que sean estas las palabras correctas—: tienes una energía tan linda, papacito… ¡Uff, qué energía!  Y un poco antes lo ha dicho quizás con un poco más de tino y precisión, casi como un lamento: yo quiero escucharte. Como si el oído y por extensión la voz fueran los órganos eróticos buscándose. Pero no solo es un amor platónico. Lo que en el deseo es apertura, ampliación y conflagración, en la llamada se dice de manera circular y natural, casi somática: Papi, sabés qué, ay no, cuando yo te escucho, ay, me da de todo, se me abre el culo, me da de todo. «Yo te escucho…»

Almodóvar en Medellín

Como en una escena de Almodóvar, toda la acción ocurre durante una llamada telefónica, o sea más preciso decir un mensaje de voz de WhatsApp, que nos quita la certeza de saber que el interlocutor está del otro lado, pero que nos da la ilusión de ser escuchados y preservados en el tiempo, porque como una canción de verano, podemos repetir el audio una y otra vez, podemos viralizarlo, como de hecho ocurrió, al punto de que mujeres y hombres de la Medellín postmoderna y almodovariana intercambien códigos haciendo referencia al llamante, a nuestro protagonista. Sus palabras y sus formas también como parte de un lenguaje y un imaginario emocional colectivo. Medellín, ciudad del querer queer. No nos quepan dudas y remitámonos siempre a las evidencias.

The queerest of the queer

Hay veces en que me incomoda usar la palabra queer, pero otras, como esta, no solo me conviene para ilustrar lo que quiero decir sino que también me sirve para encontrar equivalencias en español de lo que llamamos queer —o cuir, como lo grafican algunos—. En la llamada lo queer no es que el protagonista se declare marica; lo queer es su hospitalidad. El llamante dice: A mí me gustaría yo invitarlo a mi casa y conocerlo. (Todo en esa llamada parece ser invitaciones a que se abran puertas y compuertas.) El espacio en el que se vive, y todo lo que en él se contiene, como un ofrecimiento y el preámbulo para que se dé el encuentro. El protagonista plantea esto último como una entrega en la que él está dispuesto a dar al amado todo lo que sabe hacer, todo lo que es, en este caso, poéticamente, un estilista profesional —o lo que en Almódovar sería un aestheticien.

Al final de la llamada hay una sorpresa, un giro de trama, y un tercer personaje enigmático irrumpe en la escena y reconfigura toda la conversación. Es esto, y sus palabras, lo que se ha viralizado y lo que he escuchado a mis amigos decir, repetir, lo que se ha memeficado. Ojalá, pienso, todos repitiéramos de vez en cuando también las palabras del llamante, qué energía, te invito a mi casa, se me abre el culo, me da de todo. Palabras que pueden darnos risa, pero, si las escuchamos atentamente, algo más. Signos que nos pueden enseñar sobre el afecto (en todas sus posibles manifestaciones) y sobre la diferencia, sobre la generosidad. Signos que nos pueden ayudar a construir otro sistema de entendimiento del mundo. Signos, creo que yo, que tienen la potencia de resistir y desbaratar regímenes sociopolíticos. Ojalá pues estas palabras también circularan de boca en boca y nos hicieran conocer, respetar, —y si tenemos suerte— admirar y aprender de las vidas ocultas de la ciudad, de tantas otras formas de querer, del querer queer. Quizás solamente así, desde Medellín o desde cualquier otro lugar, podamos empezar por ofrecer un tributo a Hamed.

***

The Guardian. Gay Afghan student ‘murdered by Taliban’ as anti-LGBTQ+ violence rises. 18 octubre 2022.

Ve cacheton ve audio es correcto.

[Transcripción]

Oíste cachetón, ve, yo no sé cómo te… Todo el mundo te grita y te dice dizque el peinadito. Yo no sé, yo te veo como en el perfil de la foto con una mujer, será tu esposa, no sé. Papi, sabés qué, ay no, cuando yo te escucho, ay, me da de todo, se me abre el culo, me da de todo, yo quiero escucharte, eres divino, tienes una energía tan linda, papacito, ea emaría guevón, en serio, vea, ¡kh! Te lo juro. ¡Uff, qué energía!

A mí me gustaría yo invitarlo a mi casa y conocerlo, o que usted me lleve a su casa y me presente a su esposa, le dice que usted conoció a un marica en un grupo y ya. Y la motilo, y lo (a)motilo a usted. Yo soy estilista profesional, yo sé hacer de todo, dígale a mi papi que está conmigo aquí a mi lado…

—Amor, ¡¿Cierto?!

[Silencio]

—Es correcto

El día que me regalaron una camiseta con tres latas de sopa Campbell

Si todo el mundo no es bello, entonces nadie lo es.

Cuando era joven decía, sin saber qué significaba realmente, que quería ser diseñador gráfico. Y entonces, sin tomármelo todavía muy en serio, una de mis primeras experiencias de acercamiento a ese «mundo» fue en un computador: descargué una fotografía mía, la edité en un programa (¿Photoshop?), la solaricé y luego, casi instintivamente la copié, la pegué sobre el lienzo digital, primero tres veces, y luego las dupliqué y las agrupé en dos líneas. Y luego, a cada una de las caras y a sus fondos cuadriculados, le asigné un color brillante. Y luego lo publiqué en lo que por esos días llamábamos Facebook, la hice mi foto de perfil. El recuerdo es embarazosamente warholiano y absolutamente criollo. Pero por más que lo intento, no recuerdo la primera vez que vi una pintura o una fotografía —ciertamente no un film— de Andy Warhol. O bueno, una reproducción, sea más preciso decir, en medio digital o telemático.

Pero mi fascinación hacia su trabajo debió haber transpirado en los detalles de mis años de juventud porque, en un cumpleaños, alguien que yo quise mucho me regaló una camiseta blanca que tenía estampadas en el pecho tres latas de sopa Campbell. Ese es otro recuerdo temprano y conciente que tengo de explícitamente acercarme a Warhol, al arte pop, y también uno de los primeros recuerdos en los que supe sin dudarlo que alguien me conocía, que me quería también. Recordar querer y ser querido.

[Suena Nature Boy en la voz de Nat King Col]

Lo primero que sorprende en Los diarios de Andy Warhol, la miniserie de Netflix dirigida por Andrew Rossi, es la conjugación formal y lo obsesivo del metraje. La voz generada por inteligencia artificial de Andy Warhol—finalmente el Andy robot que siempre se quiso fabricar—, la luz dulce y el torrente de imágenes de décadas pasadas, imágenes-época, son una especie de ensoñación y experiencia subconsciente.

Pero también sorprende, y es refrescante, ver el documental y no sentir que la máquina de la espectacularización celebraba otra vez el impacto cualitativo en el mundo del arte —lo que sea que eso sea— del genio del siglo pasado. Escuchar leer líneas de sus diarios que son incómodas, contradictorias, injustas, racistas, por él mismo (su avatar fonohologramático) o por otros, no necesariamente presenta a Andy Warhol en una nueva luz (los diarios se publicaron a finales de los ochentas) o en una nueva sombra, pero asegura que lo que estamos viendo (y oyendo) quiere correr del centro al artista y poner en su lugar al ser humano. (Aunque como se sabe, este desdoblamiento es casi imposible y especialmente en el caso de Andy Warhol.)

Y ese es un logro del documental: que del capítulo uno al seis se susciten por Warhol una multiplicidad de sentimientos, asombro y desdén, admiración y curiosidad, desconcierto y conmiseración. Cuando terminé de ver uno de los capítulos me sentí triste y no supe muy bien por qué. Y quise ver el capítulo siguiente, hilar esa tristeza que sentía a algo con la ilusión insospechada de encontrar respuestas en la narración del documental.

Y entonces descubrí que me sentí triste porque la historia allí contada era la historia del dolor.

El dolor físico de un cuerpo suturado y prematuramente decrépito, y el dolor de lo que señalamos como diferente, lo «inusual», lo «raro», lo «feo», lo freak, en palabras mismas de Andy, o como lo escribe mejor Olivia Laing: el dolor y la soledad de la diferencia, de lo indeseado, de lo inadmitido socialmente. Pero sabemos que Andy Warhol era un socialite, que siempre estaba rodeado de su entourage de élite, que su figura genera(ba) un apetito insaciable de medios de comunicación masivos, que los suyos fueron muchos más que quince minutos de fama. Pero qué doloroso fue saber que Andy Warhol se enamoró de alguien y que con esta persona estableció una relación asimétrica de reciprocidades extrañas. Qué doloroso que esa persona se apresurara a asegurar a sus amigos que no tenía sexo con Warhol, que lo suyo era otra cosa. Qué doloroso fue saber lo que ocurrió con ese cuerpo. Qué doloroso escuchar que Warhol sospechara que el hombre que él amaba lo quiso matar tirándolo de una moto-esquí… ¿Cuánta fortaleza (o lo que sea aquí contrario al dolor) se tiene que tener para escribir eso y seguir amando a esa persona? Una de las últimas líneas de los diarios dedicadas a él: 

Conoces a alguien, vive en tu casa, y después, de repente, ya no te conoce más

Copyright © The Andy Warhol Foundation for the Visual Arts, Inc.

Y descubrí que esa historia de dolor personal y privado era también una historia de sufrimiento público y colectivo. Del sufrimiento que nos dejan las personas que se marchan, que nos olvidan, de las personas que en la década de los ochentas murieron y vieron morir a causa de una pandemia letal. Del sufrimiento sútil y subterráneo que conlleva aún hoy ver imágenes de hombres jóvenes con sarcoma kaposi en el último hilo de sus vidas moribundas, condenadas, incomprendidas. Hombres a los que daba miedo rozar con la mano. Hombres con los que Warhol se pudo haber identificado en muchos sentidos. Hombres que Warhol amó e idealizó de tantas maneras.

Andy Warhol, el artista que no fue activista, que nos «quedó debiendo tanto» en lo que se podría entender como una deuda moral frente a la comunidad LGBTQ, de repente también nos recuerda otra forma de tocar, de entrar en contacto, de amar: amar al ídolo de lejos, amar con la mirada, amar con el lenguaje (con todos los lenguajes de los que se tenga un comando) y amar sin cuerpo, por imposición al mismo tiempo que por elección. Pensar que, a pesar del dolor, a Warhol le hubieran salido colores y formas estridentes de lo bello en su obra, que esa obra exprese tan solventemente el deseo queer, y que sea el testimonio de una historia de exclusión e inclusión, puede que nos ayude a verlo (y a los demás) de una manera nueva. Ciertamente a mí me ayudó a pensar en el chico que me regaló la camiseta, con quien ya no tengo ningún tipo de relación, de otra manera. Por último, después de ver el documental descubrí que en piezas de su obra (la de Andy) hay vestigios tenues de una herida, y que esa herida es propia y colectiva, es de muchos a la vez que mía, es la misma en todos a la vez que ninguna otra en nadie más, es una herida reciente al mismo tiempo que antigua. Y este borramiento de la herida original, de la originalidad, es lo que Andy Warhol también tiene para decirnos sobre lo que nos acecha y nos conecta como seres sensibles, como espectadores humanos.

Pasaje

Dramática: apuntes de un novelero

Cuando me recomendaron La casa de las flores (2018) de Manolo Caro ya había escuchado algunos comentarios positivos sobre la producción de Netflix. Cuando me dijeron que era una parodia a la telenovela latinoamericana, me alerté y fruncí el ceño porque como género textual y popular, la telenovela me infunde respeto y fascinación. Decidí ver el primer capítulo, que me atrapó únicamente por la banda sonora y por los guiños a Amanda, Yuri y Gloria, debidamente honradas en la serie. Ahora, de alguna manera que no puedo explicar de manera racional, marqué en mi calendario el 23 de abril con el estreno de la tercera temporada.

Digo que no puedo explicarlo porque no la encuentro especial. No la veo por su propuesta narrativa, que cae rápidamente en lo inverosímil y lo truculento, y a la que le sobran subtramas, personajes. Tampoco es pionera de nada ni transgresora como algunos dicen. Baste ver que el personaje trans principal lo interpreta un actor cis, y que los personajes trans secundarios siguen siendo seres del gueto y la oscuridad, del cabaret. A su manera, y con destinos más o menos aventurados, reivindicadores y airosos, Los pecados de Inés de Hinojosa (1988), Xica da Silva (1996), Cartas de amor (1997) y Mirada de mujer (1997) ya habían puesto en escena representaciones arriesgadas —pero legítimas, necesarias— de la familia, marcado convenciones sociales e intrépidamente introducido preguntas sobre género, sexualidad, identidad, sobre aquello que sale (dolorosamente) de la norma… 

Pero tratemos de definir lo que sí es La casa de las flores. Sí es una comedia negra, gracias sustancialmente al trabajo notorio de Cecilia Suárez. Sí, al exagerar las convenciones de un género es válido decir que es una parodia. Es una artefacto pop, es decir, juguetón, masivo, banal. Tiene algo que quisieran muchas de las comedias de Netflix o las comedias en general y es el poder penetrar en la cultura popular e insertar personajes en ella (ol-vi-dé-can-ce-lar-el-ma-ria-chi) y la posibilidad de revisitar arquetipos culturales: la villana-amada, el galán y sus identidades. Es generalmente en este plano, el del “arte pop-ular”, que es posible la normalización de otros valores, o al menos discontinuar formas de representación inaportantes y dañinas. Y en este sentido la serie no se ha equivocado (ni tampoco asumido un rol pedagógico que no le corresponde).

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Lo que yo encuentro llamativo, lo que me ha hecho escribir estos apuntes, es que hemos menospreciado la telenovela como género. No la hemos expandido ni actualizado ni problematizado. No le hemos hecho preguntas ni la hemos reimaginado. Directamente la parodiamos. Hemos equiparado lo melodramático a lo espectacular, a lo cursi, al mal gusto. Hemos sustraído o sustituido de ello lo –dramático (las representaciones posibles de las vidas de sus protagonistas) por lo cómico. Hemos ignorado en ella lo social en favor de lo pintoresco. Y en ello hemos hecho del género un género bastardo. Hemos confinado la telenovela al aislamiento de lo irrisorio y lo banal, la hemos vaciado de su contenido a expensas de espectacularizarla como producto de entretenimiento burgués.

Me molesta que, para referirse a la serie, los medios digan, presenten como un descubrimiento, que existe un mercado telenovelero. (Lo que ya sabíamos hace décadas). Esta aseveración superflua no indaga por qué la serie y el género tienen un índice alto de pregnancia en audiencias jóvenes, lo que aporta evidencia de la intergeneracionalidad de la telenovela, y en países de habla no hispana, como Italia o Polonia, por poner dos ejemplos aleatorios pero interesantes. Si vamos a usar el vocabulario rancio del marketing, recordemos que las novelas de antaño encontraban sus audiencias en segmentos de la población de nivel socioeconómico medio-bajo. Producciones posteriores y ciertamente La casa de la flores parecieran encontrar sus espectadores en otras capas de la sociedad, aquellas que en todo caso tengan Netflix. (El lector debe saber que un poco más de la mitad de la población en México tiene acceso a Internet de alta velocidad).

¿Cuál es la naturaleza de la telenovela y dónde empieza a transgredir las convenciones de las realidades que representa?

Algo parecido hemos hecho con la música romántica en español, que nos parece kitsch y grasa, y que hemos, de manera machista, asociado a espacios domésticos feminizados. Manolo Caro nos recuerda que ambos géneros comparten un universo de signos y significaciones, y que estos condicen el sentido de una realidad que no terminamos de percibir. Una disgresión poco original: ¿No son muchas canciones románticas una suerte de telenovela sintetizada y contenida en algunos minutos? Un apunte que es una postulación: la telenovela (y su pariente mayor, la música romántica) tiene algunas llaves para entender mejor lo “normal”, para nombrarlo, pero sobre todo, para entrever sus anversos. Sus símbolos nos dan pistas para observar y desafiar lo dominante, lo hegemónico, pero también para afirmar lo otro. Si lo queer es un posicionamiento frente a la realidad (y no un atributo identitario), entonces ¿no se juegan la telenovela y la música romántica en el campo de las iconografías de lo normativo, pero también de lo posible?  

Por último, La casa de las flores pareciera recordarnos que son posibles y prolíferas las cocreaciones hispanoamericanas. ¿Por qué tiene que ser un gigante anglo el que venga a recordárnoslo?

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Ver la música: Breve repaso a la videografía de Bomba Estéreo

En los últimos cinco años Colombia ha exportado más música que nunca, en una época de verdadero auge musical que parece no palidecer. Sin embargo, esta proliferación de cantantes, bandas, ritmos y subgéneros no necesariamente ha implicado un despertar del videoclip como medio artístico. Shakira, Maluma o J-Balvin reposan de manera sexy en el pedestal de los videos más vistos en YouTube, pero sus videografías suelen no ser interesantes, comprobando que no necesariamente la factura de un proyecto audiovisual está subordinada al presupuesto disponible.

Bomba Estéreo, que nada con destreza en los meandros de lo no totalmente mainstream no totalmente indie, es una banda que se la ha jugado de manera audaz y acertada por consolidar no solo un carrera musical sino además una propuesta estética. Aquí repaso algunos videos de su corpus audiovisual.

En la era Estalla

Antes de los grammys y el glamour, incluso antes de ser la Bomba Estéreo que conocemos, la banda ya curioseaba con los potenciales del lenguaje visual. Con «Ritmika» (2002), una canción que nadie conoce, Bomba Estéreo experimenta con imágenes y textos superpuestos para interrogar un relato de una realidad social. Para 2010, y ya con una canción impregnada en el imaginario colectivo de Colombia y alrededores, «Fuego» del álbum Estalla (2008) anuncia dos tropos visuales de la banda que acompañarán casi todos sus videos: el paisaje samario colombiano y el calor tórrido caribeño.

En la era Elegancia tropical

En Elegancia tropical (2013), en mi opinión el mejor álbum del dúo, es más evidente el deseo por comunicar no solo en el plano musical sino además en el visual. «Pure Love» y «El alma y el cuerpo» son ya trabajos audiovisuales profesionales, de alta calidad. En el primero hay un pulso por contar historias que quieren ser contadas, y el segundo define la imagen inequívoca de Bomba: un ser emergiendo del/sumergido en el agua.

En la era Amanecer

Amanecer (2015) es quizás el disco que consolidó la internacionalización de Bomba Estéreo. Aquí el dúo colombiano plantea dos propuestas en el plano visual: la primera es mostrar lo local al mundo: «Somos dos», por ejemplo, es una bella oda a la pareja y al Tayrona. La segunda es más política: «Soy yo», un himno contagioso sobre la importancia de ser uno mismo, se la juega por mostrar imágenes que tienen algo para decir sobre el bullying, el feminismo, las comunidades inmigrantes en Estados Unidos… Dirigido por el danés Torben Kjelstrup y hecho éxito viral gracias a la interpretación de Sarai Isaura González como máster de la flauta y el amor propio a los 11 años, «Soy yo» es un parteaguas en la carrera de Bomba. El guiño a «No Rain» de Blind Melon hacia el final del video hace de la canción un trabajo audiovisual perfecto.

En la era Ayo

En 2017 la banda va por más, lanza Ayo y sorprende con el primer sencillo, «Duele», del director Sam Mason, un video que abraza un enfoque cinematográfico para la música que la banda ya no soltará más. Este enfoque no solo significa una dirección de fotografía, producción y postproducción más robustas, sino además una sensibilidad visual inquieta: el video cuenta con una respiración surrealista, con al menos dos almodovárazos —el teléfono de disco descolgado, la extrapolación del dolor en el rojo (del tomate)— y con un leve tinte a Hitchcock en su espiral vertiginoso. La propuesta visual continúa buscando asideros distintos en «Internacionales», «Química» y «Amar así», todos sencillos del mismo disco, todas pequeñas historias/búsquedas audiovisuales.

Inciso: paradójicamente, el video más visto en YouTube de la banda, después de «Soy yo», es «To my love» (35 millones de vistas), una canción del Amanecer, que nunca fue sencillo, pero que por los caprichos de la música se viralizó en 2018 en internet y en discotecas. Allí, en la pista de baile, es donde pertenece esta canción, y no vale la pena detenerse en el video, que pareciera haber ocurrido más por asesoría comercial que por sed creativa.

De vuelta al Ayo, el siete de agosto de 2018 Bomba Estéreo estrena «Amar así», un videoclip en formato hiperpanorámico dirigido por el colombiano Iván Wild. Va de soldados que cohabitan una isla desierta del Caribe, donde parece no haber nada salvo la disciplina militar y la corporalidad de los cadetes, que viven en la repetición de sus formaciones y entrenamientos, en el tedio de la nada que es la misma siempre, en el calor exasperante de la tarde en esa parte del mundo. La primera vez que vemos el video pareciera que fuese a estallar a lo Apocalypse Now, pero no, la historia se va para otro lado, el lado queer de Bomba, en el que dos hombres se besan con miedo y ternura. La imagen es potente: hombre con hombre, blanco con negro, sargento con raso. Que el video se haya lanzado por decisión de la banda el día de la posesión de la nueva presidencia en Colombia, no es un dato menor. Bomba Estéreo quiere pronunciarse artísticamente frente a un gobierno conservador a ultranza. Es un gesto pequeño pero a la vez un acto político contestatario.

Bomba Estéreo parece sentirse más ella misma cuando integra el lenguaje sonoro con el audiovisual. Es una banda que, aunque se le complique reinventarse en una industria salvaje, sabe conjugar elementos artísticos locales, autóctonos e identitarios, sin caer en exoticismos para turistas globales; es una banda que va encontrando una posicionalidad política que no cae en panfletismos; es una banda que entra por los pies, por los oídos, por los ojos, por el corazón, de la que siempre quiero escuchar y ver más. Eso es mantener prendido el fuego.

Foto: Mike Reyes. Videos: Canal oficial de Bomba Estéreo en YouTube.

Crítica 120 BPM—el cuerpo como símbolo de militancia social

Con 120 BPM Robin Campillo se consolida como uno de los realizadores más potentes e interesantes de cine LGBT de nuestro tiempo. Su visión logra poner en escena dinámicas disparejas de poder, voces elocuentes de denuncia al mismo tiempo que una poética visual imposible de ignorar.

Muchas historias han representado el VIH SIDA en la pantalla grande: clásicos como Philadelphia (1993), adaptaciones como RENT (2005) o The Normal Heart (2014), y realizaciones más recientes como Test (2013) o Dallas Buyers Club (2013) han tratado el tema con distintos registros y tipos de sensibilidad, enfocándose en los años críticos de la pandemia. 120 Battements par minute (120 BPM) pareciera no ser diferente y ubicarse sin problemas en este grupo de películas: es una historia sobre SIDA y muerte en la Francia de los años noventa. Sin embargo, la película logra construir una capa de análisis adicional y dinamizar el género desde su subtexto (y con su “infecciosa” banda sonora).

El largometraje, escrito y dirigido por Robin Campillo, retrata las vidas de algunos miembros de ACT UP PARÍS, una organización no gubernamental creada a finales de los ochentas, originalmente en Estados Unidos, para luchar contra el SIDA y la estigmatización social. A esta asociación activista no le bastaba con marchar por las calles o participar de foros públicos. Para visibilizar a la enfermedad y, sobre todo, a las víctimas de la misma, ACT UP utilizaba intervenciones heterodoxas, llamadas también acciones “zap”, que bien podían involucrar performances masivos que simulaban la muerte en sitios públicos (die-ins), como la transgresión del sector privado (por ejemplo, compañías farmacéuticas) mediante el “vandalismo” con sangre falsa. La primera escena arranca con una bolsa de “sangre” estallada en la cara de un panelista en una conferencia, por si no quedó claro qué se quiso decir con “heterodoxo”.

Foto: Variety

Aunque muchas veces se tildó de polémica y violenta la manifestación del colectivo social, ACT UP proponía una forma de activismo basada en la construcción de símbolos, el repensar la comunicación y la militancia social a partir del cuerpo. Todos estos elementos son conjugados muy bien en 120 BPM, una película en la que el cuerpo es contenedor de disfrute a la vez que dolor, es un instrumento de protesta y de placer, es la sustancia en la que se materializan juventud y deterioro. La corporización del miedo, la impotencia, la alegría y la valentía, es uno de los aspectos mejor logrados del film, gracias en parte a la teatralidad y fluidez performativa de Nahuel Pérez Biscayart (Sean) y la presencia física imposible de pasar por alto de Arnaud Valois (Nathan).

Otra cualidad de la película es saber puntuar una duración extensa (dos horas y veinte minutos) con elementos visuales (y sonoros) que complementan muy bien el desarrollo de la historia. A veces clips cortos de televisión francesa que dan una idea del papel de los medios de la época, dándole al film un aire de documental, y otras veces composiciones cinematográficas de una estética cautivadora: la suspensión de partículas de polvo en una discoteca que transicionan hacia imágenes microscópicas para metaforizar la adherencia del virus en células sanas, decenas de cuerpos inmóviles tendidos sobre el asfalto en el más sepulcral de los silencios, o un Sena escarlata filmado en la madrugada, desvelándonos parte del desenlace, son ejemplos de la poética visual de 120 BPM.

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Foto: cortesía Watermark

Aunque no tiene la audacia argumentativa de su trabajo anterior, Eastern Boys (2013), con 120 BPM Robin Campillo se consolida como uno de los realizadores más potentes e interesantes de cine LGBT de nuestro tiempo. Su visión logra poner en escena dinámicas disparejas de poder, voces elocuentes de denuncia imposibles de callar al igual que dimensiones sociales aparentemente ocultas pero sin las cuales no se podría analizar de manera profunda los problemas que nos aquejan hoy como sociedad. En este sentido, y porque establece un lazo que une pasado y presente, 120 BPM no es un film más sobre SIDA, es una llave para entender que la lucha contra el VIH implica una mirada más política, así como una reflexión más crítica de cómo las comunidades científicas (y farmacéutica), políticas, de negocios y de comunicaciones nunca son neutrales vis-à-vis el VIH y siempre juegan un papel determinante en la lucha por eliminar el virus. Al menos eso me quedé pensado yo en el silencio absoluto (y quizás incómodo) con el que Campillo decidió rodar los créditos del final.

Ficha técnica

Director: Robin Campillo
País: Francia
Música: Arnaud Rebotini
Productora: France 3
Reparto: Nahuel Pérez Biscayart, Adèle Haenel, Arnaud Valois, Antoine Reinartz

La insoportable vacuidad de Sense8

A pesar del tedio de la primera temporada, le di una segunda oportunidad a Sense8, la historia de ocho ciudadanos globales interconectados telepáticamente y destinados a vivir una experiencia extracorporal y suprahumana. Pero aunque esa premisa tenga cierto encanto, la serie original de Netflix tampoco cumple su promesa en la segunda temporada, y a pesar de las buenas intenciones, el tratamiento superficial de los temas centrales la hace incluso caer en la trampa de repetir discursos excluyentes.

Pero empecemos por algo bueno. La fotografía de Sense8 es extraordinaria. Por ejemplo, el primer episodio de la segunda temporada abre con una escena submarina de proporciones y belleza cinematográficas (bonus además por la elección musical que acompaña esta escena). También cuidadas con mucho esmero son las escenas de acción, coreografías que comprueban la destreza maestra de las Wachowski en el género. Y más allá del impacto visual del que Sense8 dispone, la serie no es tímida en abordar temáticas aún tabú en la televisión, logrando instalar una sensibilidad genuina y empática frente a las personas transgénero, por ejemplo, en parte gracias al excelente trabajo actoral de Jamie Clayton (Nomi). Otro ejemplo punzante es el que se intentó desarrollar con la historia de Capheus (interpretado por Toby Onwumere en la segunda temporada), un conductor de bus llamado a ser representante político de un partido progresista en Kenya, donde, por cierto, la orientación sexual sigue siendo un tema espinoso y un foco de estigmatización.

Sense8 le hace frente a estos temas de la agenda política mundial con tacto y sin miedo, pero entonces ¿por qué se accidenta tan estrepitosamente contra ella misma?

Trivializar la comunidad LGBTI

Yo sé que a todos nos gustó el homoerotismo de Sense8. Sin embargo, debo decir que no me parece que Sense8 sea el aliado LGBTI que cree ser. Lo que yo encontré en muchos episodios fue un exacerbado abuso de clichés relacionados a la homosexualidad y a la cultura que de esta subyace. Lito (Miguel Ángel Silvestre), un actor gay que sufre y disfruta la asunción de su propia sexualidad, desaprovecha todas las oportunidades que derivan de este conflicto y nos presenta una paleta de actitudes y roles que es predecible a la vez que desesperante, y que en ocasiones raya en lo paródico. El episodio en el que Marc Jacobs hace un cameo me causó escozor: ¿Todavía queremos mostrar la diversidad del mundo LGBTI limitada a un grupo eufórico de gente semidesnuda?

A mí me parece que ser aliado de una comunidad es estar a la altura de la misma y ser capaz de ofrecer una propuesta creativa que desafíe los estereotipos normalmente asociados a ella. Pero Sense8 no logra esto ni de lejos. Al menos no con Lito, que es una representación reiterativa y mal dibujada de ese conjunto de estereotipos solapados de hombre gay definido por su encanto corporal griego. La serie nos invita a ser valientes al mismo tiempo que perpetúa una imagen desacertada y dañina de la cultura gay, si se me permite utilizar ese término en esos términos. Netflix es mucho mejor que eso. O por lo menos así lo quiero creer yo cuando veo largometrajes como Oriented o Loev, o inclusive series como Please Like Me, todos productos distribuidos por Netflix, y en mi opinión apuestas mucho más constructivas frente al tema de identidad sexual.

Simplificar la multiculturalidad

Es cierto que en el gran esquema de Sense8 hay un marco discursivo que quiere proyectar la inclusión y la empatía como ejes esenciales de la experiencia humana. Pero al momento de traducir esa gran premisa en las historias entrelazadas de los personajes, las buenas intenciones se diluyen rápido por la trivialidad sistemática con la que se tratan temas como la diversidad.

El enfoque simplista de la serie muestra la multiculturalidad como una selección (monolingüe) de especímenes bellos atraídos hasta el punto de sincronizar una orgía, como la del capítulo 6 de la temporada 1. Los matices, las complementariedades, las tensiones, las idiosincrasias, las contraposiciones, e incluso las contradicciones que posibilitan, complejizan y enriquecen la diversidad cultural las habrá de tratar otra serie, porque Sense8 preferió pasar de largo con el artificio comercial de hiper-sexualizarlo todo.

Sense8 quiere transgredir narrativas sci-fi pero no elabora una mitología medianamente interesante. Quiere desarrollar personajes complejos pero, salvo a Nomi, a ninguno le alcanza mínimamente para proponer personalidades intrincadas. Quiere abarcar muchos temas de nuestro tiempo, pero no plantea preguntas profundas. Quiere afiliarse a muchas causas—la de la sexualidad liberada, la de la armonía multirracial, la de la diferencia valorada—pero es tan superflua en todo su abordaje que se atropella ella misma con todas las banderas que quiere cargar, y es tan insustancial en la historia que cuenta, que si uno quitase la sensualidad física de los ocho homo sensoriums, quedaría un vacío por el que se escurre cualquier intento de trama. Una televisión vacía. La nada misma.

¿A vos qué tal te pareció Sense8? ¿Estás en desacuerdo con lo que pienso? Escribí tus comentarios y contame qué tal te pareció la serie.