Dramática: apuntes de un novelero

Cuando me recomendaron La casa de las flores (2018) de Manolo Caro ya había escuchado algunos comentarios positivos sobre la producción de Netflix. Cuando me dijeron que era una parodia a la telenovela latinoamericana, me alerté y fruncí el ceño porque como género textual y popular, la telenovela me infunde respeto y fascinación. Decidí ver el primer capítulo, que me atrapó únicamente por la banda sonora y por los guiños a Amanda, Yuri y Gloria, debidamente honradas en la serie. Ahora, de alguna manera que no puedo explicar de manera racional, marqué en mi calendario el 23 de abril con el estreno de la tercera temporada.

Digo que no puedo explicarlo porque no la encuentro especial. No la veo por su propuesta narrativa, que cae rápidamente en lo inverosímil y lo truculento, y a la que le sobran subtramas, personajes. Tampoco es pionera de nada ni transgresora como algunos dicen. Baste ver que el personaje trans principal lo interpreta un actor cis, y que los personajes trans secundarios siguen siendo seres del gueto y la oscuridad, del cabaret. A su manera, y con destinos más o menos aventurados, reivindicadores y airosos, Los pecados de Inés de Hinojosa (1988), Xica da Silva (1996), Cartas de amor (1997) y Mirada de mujer (1997) ya habían puesto en escena representaciones arriesgadas —pero legítimas, necesarias— de la familia, marcado convenciones sociales e intrépidamente introducido preguntas sobre género, sexualidad, identidad, sobre aquello que sale (dolorosamente) de la norma… 

Pero tratemos de definir lo que sí es La casa de las flores. Sí es una comedia negra, gracias sustancialmente al trabajo notorio de Cecilia Suárez. Sí, al exagerar las convenciones de un género es válido decir que es una parodia. Es una artefacto pop, es decir, juguetón, masivo, banal. Tiene algo que quisieran muchas de las comedias de Netflix o las comedias en general y es el poder penetrar en la cultura popular e insertar personajes en ella (ol-vi-dé-can-ce-lar-el-ma-ria-chi) y la posibilidad de revisitar arquetipos culturales: la villana-amada, el galán y sus identidades. Es generalmente en este plano, el del “arte pop-ular”, que es posible la normalización de otros valores, o al menos discontinuar formas de representación inaportantes y dañinas. Y en este sentido la serie no se ha equivocado (ni tampoco asumido un rol pedagógico que no le corresponde).

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Lo que yo encuentro llamativo, lo que me ha hecho escribir estos apuntes, es que hemos menospreciado la telenovela como género. No la hemos expandido ni actualizado ni problematizado. No le hemos hecho preguntas ni la hemos reimaginado. Directamente la parodiamos. Hemos equiparado lo melodramático a lo espectacular, a lo cursi, al mal gusto. Hemos sustraído o sustituido de ello lo –dramático (las representaciones posibles de las vidas de sus protagonistas) por lo cómico. Hemos ignorado en ella lo social en favor de lo pintoresco. Y en ello hemos hecho del género un género bastardo. Hemos confinado la telenovela al aislamiento de lo irrisorio y lo banal, la hemos vaciado de su contenido a expensas de espectacularizarla como producto de entretenimiento burgués.

Me molesta que, para referirse a la serie, los medios digan, presenten como un descubrimiento, que existe un mercado telenovelero. (Lo que ya sabíamos hace décadas). Esta aseveración superflua no indaga por qué la serie y el género tienen un índice alto de pregnancia en audiencias jóvenes, lo que aporta evidencia de la intergeneracionalidad de la telenovela, y en países de habla no hispana, como Italia o Polonia, por poner dos ejemplos aleatorios pero interesantes. Si vamos a usar el vocabulario rancio del marketing, recordemos que las novelas de antaño encontraban sus audiencias en segmentos de la población de nivel socioeconómico medio-bajo. Producciones posteriores y ciertamente La casa de la flores parecieran encontrar sus espectadores en otras capas de la sociedad, aquellas que en todo caso tengan Netflix. (El lector debe saber que un poco más de la mitad de la población en México tiene acceso a Internet de alta velocidad).

¿Cuál es la naturaleza de la telenovela y dónde empieza a transgredir las convenciones de las realidades que representa?

Algo parecido hemos hecho con la música romántica en español, que nos parece kitsch y grasa, y que hemos, de manera machista, asociado a espacios domésticos feminizados. Manolo Caro nos recuerda que ambos géneros comparten un universo de signos y significaciones, y que estos condicen el sentido de una realidad que no terminamos de percibir. Una disgresión poco original: ¿No son muchas canciones románticas una suerte de telenovela sintetizada y contenida en algunos minutos? Un apunte que es una postulación: la telenovela (y su pariente mayor, la música romántica) tiene algunas llaves para entender mejor lo “normal”, para nombrarlo, pero sobre todo, para entrever sus anversos. Sus símbolos nos dan pistas para observar y desafiar lo dominante, lo hegemónico, pero también para afirmar lo otro. Si lo queer es un posicionamiento frente a la realidad (y no un atributo identitario), entonces ¿no se juegan la telenovela y la música romántica en el campo de las iconografías de lo normativo, pero también de lo posible?  

Por último, La casa de las flores pareciera recordarnos que son posibles y prolíferas las cocreaciones hispanoamericanas. ¿Por qué tiene que ser un gigante anglo el que venga a recordárnoslo?

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La insoportable vacuidad de Sense8

A pesar del tedio de la primera temporada, le di una segunda oportunidad a Sense8, la historia de ocho ciudadanos globales interconectados telepáticamente y destinados a vivir una experiencia extracorporal y suprahumana. Pero aunque esa premisa tenga cierto encanto, la serie original de Netflix tampoco cumple su promesa en la segunda temporada, y a pesar de las buenas intenciones, el tratamiento superficial de los temas centrales la hace incluso caer en la trampa de repetir discursos excluyentes.

Pero empecemos por algo bueno. La fotografía de Sense8 es extraordinaria. Por ejemplo, el primer episodio de la segunda temporada abre con una escena submarina de proporciones y belleza cinematográficas (bonus además por la elección musical que acompaña esta escena). También cuidadas con mucho esmero son las escenas de acción, coreografías que comprueban la destreza maestra de las Wachowski en el género. Y más allá del impacto visual del que Sense8 dispone, la serie no es tímida en abordar temáticas aún tabú en la televisión, logrando instalar una sensibilidad genuina y empática frente a las personas transgénero, por ejemplo, en parte gracias al excelente trabajo actoral de Jamie Clayton (Nomi). Otro ejemplo punzante es el que se intentó desarrollar con la historia de Capheus (interpretado por Toby Onwumere en la segunda temporada), un conductor de bus llamado a ser representante político de un partido progresista en Kenya, donde, por cierto, la orientación sexual sigue siendo un tema espinoso y un foco de estigmatización.

Sense8 le hace frente a estos temas de la agenda política mundial con tacto y sin miedo, pero entonces ¿por qué se accidenta tan estrepitosamente contra ella misma?

Trivializar la comunidad LGBTI

Yo sé que a todos nos gustó el homoerotismo de Sense8. Sin embargo, debo decir que no me parece que Sense8 sea el aliado LGBTI que cree ser. Lo que yo encontré en muchos episodios fue un exacerbado abuso de clichés relacionados a la homosexualidad y a la cultura que de esta subyace. Lito (Miguel Ángel Silvestre), un actor gay que sufre y disfruta la asunción de su propia sexualidad, desaprovecha todas las oportunidades que derivan de este conflicto y nos presenta una paleta de actitudes y roles que es predecible a la vez que desesperante, y que en ocasiones raya en lo paródico. El episodio en el que Marc Jacobs hace un cameo me causó escozor: ¿Todavía queremos mostrar la diversidad del mundo LGBTI limitada a un grupo eufórico de gente semidesnuda?

A mí me parece que ser aliado de una comunidad es estar a la altura de la misma y ser capaz de ofrecer una propuesta creativa que desafíe los estereotipos normalmente asociados a ella. Pero Sense8 no logra esto ni de lejos. Al menos no con Lito, que es una representación reiterativa y mal dibujada de ese conjunto de estereotipos solapados de hombre gay definido por su encanto corporal griego. La serie nos invita a ser valientes al mismo tiempo que perpetúa una imagen desacertada y dañina de la cultura gay, si se me permite utilizar ese término en esos términos. Netflix es mucho mejor que eso. O por lo menos así lo quiero creer yo cuando veo largometrajes como Oriented o Loev, o inclusive series como Please Like Me, todos productos distribuidos por Netflix, y en mi opinión apuestas mucho más constructivas frente al tema de identidad sexual.

Simplificar la multiculturalidad

Es cierto que en el gran esquema de Sense8 hay un marco discursivo que quiere proyectar la inclusión y la empatía como ejes esenciales de la experiencia humana. Pero al momento de traducir esa gran premisa en las historias entrelazadas de los personajes, las buenas intenciones se diluyen rápido por la trivialidad sistemática con la que se tratan temas como la diversidad.

El enfoque simplista de la serie muestra la multiculturalidad como una selección (monolingüe) de especímenes bellos atraídos hasta el punto de sincronizar una orgía, como la del capítulo 6 de la temporada 1. Los matices, las complementariedades, las tensiones, las idiosincrasias, las contraposiciones, e incluso las contradicciones que posibilitan, complejizan y enriquecen la diversidad cultural las habrá de tratar otra serie, porque Sense8 preferió pasar de largo con el artificio comercial de hiper-sexualizarlo todo.

Sense8 quiere transgredir narrativas sci-fi pero no elabora una mitología medianamente interesante. Quiere desarrollar personajes complejos pero, salvo a Nomi, a ninguno le alcanza mínimamente para proponer personalidades intrincadas. Quiere abarcar muchos temas de nuestro tiempo, pero no plantea preguntas profundas. Quiere afiliarse a muchas causas—la de la sexualidad liberada, la de la armonía multirracial, la de la diferencia valorada—pero es tan superflua en todo su abordaje que se atropella ella misma con todas las banderas que quiere cargar, y es tan insustancial en la historia que cuenta, que si uno quitase la sensualidad física de los ocho homo sensoriums, quedaría un vacío por el que se escurre cualquier intento de trama. Una televisión vacía. La nada misma.

¿A vos qué tal te pareció Sense8? ¿Estás en desacuerdo con lo que pienso? Escribí tus comentarios y contame qué tal te pareció la serie.