Breve biografía bibliográfica

No te he dado ni rostro, ni lugar alguno que sea propiamente tuyo, ni tampoco ningún don que te sea particular, ¡oh Adán!, con el fin de que tu rostro, tu lugar y tus dones seas tú quien los desee, los conquiste y de ese modo los poseas por ti mismo.

Pico della Mirandola

Oratio de hominis dignitate

Prólogo de Opus Nigrum

  

 

El día que anunciaron el confinamiento por Covid-19 yo cumplía treinta y dos años. La orden preventiva de resguardarse me encontraba a 800 kilómetros de casa. Lo meditamos y ponderamos opciones. Interrumpimos a nuestro pesar el viaje, la celebración, el fin de semana. Nos metimos en el carro y nos devolvimos con los ánimos contrariados, pero anhelando volver a casa. No hablamos en el camino, apenas palabras dichas a medias. Las siete horas de viaje las llené con música. No tanto para llenar el silencio del carro, sino para acallar unas voces abismales que me recordaban que el mundo afuera era vulnerable e incierto, que estaba cambiando, mostrándonos algo. Además de la música, tenía un libro en mis manos. Desde hace unos años tengo la costumbre de llevar libros conmigo. Lo apretaba. 

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13 de marzo de 2020. Primer día de confinamiento.

Mi primer contacto con Opus Nigrum fue en la universidad, a mis veinte años. Era parte del currículum de Introducción a la literatura francesa, una materia que, a pesar de la gravedad y el respeto que inspirara su maestra, Blanca Nora, yo no me tomaba muy en serio. Para mí esa no fue una buena época. Yo lidiaba con otros temas: la enfermedad en la familia, mi sexualidad extraña y un tardío reconocimiento de mi lugar socioeconómico en la sociedad, el despertar de una cierta conciencia de clase. La novela histórica y la literatura moderna francesa no me convocaban. Por desinterés pero también por escasez de otros medios, fui práctico y frugal. Presté el libro de la biblioteca. Me aseguré que fuera la versión en español, lo que contradecía todo el propósito del curso, y fotocopié solo la segunda parte (que se titula La vida inmóvil). Leí las fotocopias y escribí el reporte en el mejor francés que pude, confiando más en el diccionario Larousse que en mis propias ideas. He olvidado lo que escribí, cada palabra, y si pensaba si eso que había escrito era bueno o no. Lo que no olvido —y este es quizás el único registro que tengo de la clase— es a Blanca Nora decir, en el momento en el que me devolvía el trabajo evaluado: “Su ensayo no es el mejor, pero hay algo en él muy suyo”. 

 

Doce años pasaron y jamás volví a enterarme de Marguerite Yourcenar. Hasta que un día la volví a ver en una lavandería. Ese tórrido julio yo estaba en Barcelona por un curso de verano. Caminé por Sants, donde me hospedaba, buscando dónde lavar mi ropa. No tuve que caminar mucho hasta encontrar una lavandería autoservicio, ese lugar raro que me sigue pareciendo a la vez encantador e incómodo. (Los colombianos podremos compartir (y carecer de) muchas cosas, pero ¿una máquina lavadora?). Como tantas sorpresas me llevé en esa ciudad, en la entrada había un estante enclenque con libros. Mientras mi ropa giraba en espiral, me detuve a ojearlos. Uno en particular sobresalía porque no tenía título en su tapa, que era de empastadura textil gris, quizás tarlatana, con esa calidad de las cosas bellas pasadas. Lo abrí y en la segunda página leí: Marguerite Yourcenar. Memorias de Adriano. Recordé a Blanca Nora. Me recordé a mí mismo a los veinte años.

 

Empecé a hojear el libro. Tenía además algo que me fascina: marcas. Resaltados, subrayados, garabatos trazados con mucha fuerza y poco pulso en algunas de sus páginas. Lo que Abad Faciolince llama “una pequeña biografía” de ese lector o de esa lectora. Esta edición se había publicado en 1989 —veintiún años después de su publicación original en francés, L’Œuvre au noir— como parte de una serie llamada “Narradores del Mundo” del Círculo de Lectores. Fue además traducido del francés al español por Julio Cortázar. Era un espécimen no despreciable ¿cómo podría haber llegado a esa lavandería de Sants? Tomé esa interrogación con tufillo de indignación como una autorización, como si viera, sin haber leído una sola página, un valor que emanaba del libro y que yo debía salvaguardar. Lo cerré y me lo llevé conmigo. Ropa limpia y un buen clásico. (Habitantes de Sants: espero regresar algún día y reparar el robo, dejar otro buen libro en retorno).

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Retrato de Antinoo. Período adrianeo tardío (130-138 d.C.)

Mi curso se terminó como se terminó el verano. Me fui de Barcelona y Memorias de Adriano tuvo un lugar especial, imperial, en mi biblioteca en casa. Tampoco lo leí entonces. Esta vez ya no por desinterés sino porque siempre había algo entre el libro y yo: compromisos, deadlines, otros libros, la vida, qué sé yo. O quizás porque tendría que esperar un poco más hasta que la voz de Yourcenar me encontrara a mí.

 

Algunos meses después de ese verano, dos semanas antes de cumplir treinta y dos años, estaba en la casa de un amigo. Habíamos quedado para cenar. Por las operaciones lúdicas y sorprendentes de la conversación, y porque mi amigo es un conversador entrenado, llegamos a hablar de Brujas, la ciudad belga, y de la Escuela Flamenca, también de Brueghel, el Bosco, y de un libro que él había leído y que me recomendaba ampliamente para entender mejor ese otro fresco renacentista: Opus Nigrum. Lo sacó de su propia biblioteca y me lo prestó. Este va a ser el libro que lea para mi cumpleaños, le dije.

 

Lo empaqué en mi bolsa de viaje, para tenerlo a mano y leerlo en los ratos libres, pero la vida me tenía otros planes y llegamos al punto de anclaje de esta breve biografía. Justo después de empezarlo a leer tuve que aislarme en casa porque un virus se propagaba aceleradamente por los cinco continentes. Para combatir la incertidumbre, me propuse para el encierro leer a Yourcenar en las horas de tedio. Opus Nigrum y Memorias de Adriano. Los dos. Leerlos era de alguna manera un proyecto y un mandato. Si la espera es larga, que sea literaria.

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Libro prestado. Yourcenar, M. (2003). Opus Nigrum. Madrid: Suma de Letras.

Fue así como pasé muchas horas cautivado por la sensibilidad epistemológica de Zenón. Ese personaje hecho de referencias y guiños a Paracelso, a Campanella, a Leonardo. Pero también construido a punta de pulso y poesía. Opus Nigrum es, entre muchas otras cosas, un libro sobre el momento bisagra entre dos episodios históricos: el crepúsculo oscurantista de la Edad Media y la conciencia incipiente de una era en la que la humanidad renacía. Yourcenar lo explica mejor: “sigue aún discutiéndose si esta expresión [Opus Nigrum] se aplicaba a experiencias audaces sobre la materia o si se entendía como un símbolo de las pruebas del espíritu que se libera de rutinas y prejuicios”. Yo mismo me preguntaba si el libro no era en sí, por antonomasia, un símbolo del cambio en mi vida, en el mundo, que se viralizaba, se transmutaba al tiempo que yo pasaba las páginas. Solo hasta ahora (y no doce años atrás), leerlo tenía (ese) sentido. 

 

Al pasarlas, de los pliegues entre páginas de Memorias de Adriano caían pequeños granos sobre el escritorio. Cuando los quise inspeccionar me di cuenta que eran arena. Tenía algo de los arrecifes de Barcelona en casa. Sobre los subrayados de esos otros lectores anteriores a mí, hice lo propio y marqué los míos. Mi propia breve biografía anotada en los márgenes de ese clásico colosal. Aunque sea cliché, qué le vamos a hacer, en el aislamiento, ambos libros (como tantos otros) me permitieron escapar a otras patrias, deslizarme por mundos vertiginosos aun viviendo la vida inmóvil. Pero sobre todo, me dieron algo todavía mucho más importante que el distanciamiento social: un acercamiento a mí mismo.

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Marcas. Pequeñas biografías bibliográficas.

Las tribulaciones de mis veinte años, las palabras de Blanca Nora, los amores y tristezas interinos, Barcelona y sus vapores y voluptuosidades, la experiencia vital, y ahora incluso la angustia de un mundo pandémico. Todo me ayudó a comprender apenas un poco más, un poco mejor, por qué tuve que esperar tanto para leer, de verdad, a Yourcenar. Para escuchar su voz brotar desde la eternidad. “La vida me aclaró los libros”.

 

Vamos a casa. El día termina con un resplandor sedante que yo miro desde la ventanilla del carro. Cierro los ojos y desde adentro de mis párpados siento la tibieza de una lágrima. Aprieto el libro. Es mi amuleto.

 

La vorágine vuelve

“Ligarse a la patria es vincularse al universo y a la vida”

– José Eustasio Rivera

Hoy leí que en Colombia marcharon más de doscientas mil personas para protestar contra el gobierno. Vi en una foto de la noticia una pancarta que decía: “Nos quitaron hasta el miedo”. Por el álgebra del azar, ese mismo día pasé por una librería y vi en los apilados de segunda una edición de La vorágine de José Eustasio Rivera. Colombia cifrada en palabras. Compré el libro por 1,50 euros —menos de lo que cuesta un café—, más por el orgullo de no verlo languidecer en una librería extranjera que por ganas de leerlo. Pero luego, cuando estoy de regreso en mi casa, decido abrirlo, solo para ojearlo (me digo), para complacerme en el olor del papel viejo, pero en el prólogo leo esta cita de Rafael Maya y entonces todo cambia:

Defendamos la obra de Rivera porque constituye una preciosa parte de nuestro patrimonio moral, y porque ella sola contiene más elementos de soberanía nacional que la ficción misma del Estado.

Esta frase, que me parece rotunda en su vigencia, me llama poderosamente a leer el libro —tiene que ser este, ahora, y no otro, siento—, así que paso la página para comenzar la lectura en serio, sin saber que la siguiente frase, la primera del texto, me afectará aún más y me obligará a cerrar el libro por un instante —Colombia de lejos; Colombia tan lejos— y luego abrirlo de nuevo para ya no cerrarlo más: 

Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia.

Estas son las palabras que escoge Rivera para comenzar su relato, un libro que empezó a escribir veintiséis años antes que estallara el periodo de La Violencia en el país, y que publicó ochenta y dos años antes de que se firmaran los Acuerdos de Paz. En casi un siglo de vida de la obra, se habrá teorizado abastanza sobre el clásico colombiano, ya lo sé. Y sé también que mucho más se dirá en unos años, cuando en 2024 cumpla su centenario de publicación. Pero no me adelanto tanto y solo me pregunto qué encontraré en el libro en este momento de vorágine y vértigo por el que atraviesa Colombia.

Es ese plano de lectura —el único en el que puedo pensar ahora, el de actualidad sociopolítica— sobre el que voy a leer La vorágine como un libro de denuncia y enunciación. Lo primero es menos difícil de explicar: al estilo de las crónicas de Indias, Rivera relata con estupor las atrocidades cometidas contra los pueblos indígenas y campesinos en zonas limítrofes de una Colombia que apenas comenzaba a delinearse geográficamente en el cambio de siglo. A través de la voz de Arturo Cova, el autor condena la destrucción por parte de las caucherías y del extractivismo desaforado, la fiebre del “oro blanco”, que dejaron daños irreparables en Vichada, Inírida, Vaupés y Guaviare (y tantos otros lugares más), y lamenta, casi haciéndolas suyas, las marcas de la desolación en pueblos, mujeres, familias y otros ecosistemas:

El árbol, castrado antiguamente por los gomeros, era un siringo enorme, cuya corteza quedó llena de cicatrices, gruesas, protuberantes, tumefactas… (p.158)

Así, el libro es una fábula —adelantada a su tiempo— del libre comercio irregulado, aquel en el que prevalece el rédito productivista por encima de la dignidad humana; un relato de advertencia de lo que puede pasar cuando los gobernantes solo son meros empresarios, o peor aún, cuando son cómplices de los para-Estados, de los que dirá: “Funes es un sistema, un estado de alma, es la sed de oro, es la envidia sórdida. Muchos son Funes, aunque lleve uno solo el nombre fatídico” (p.232) porque “en Colombia pasan cosillas reveladoras de algo muy grave, de subterránea complicidad” (p.169). 

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Pero lo que más me sorprende de leer La vorágine ahora es encontrar un acto de enunciación. Lo que se cuenta —y denuncia— será igual de importante como el lugar desde el que se escribe, desde donde se enuncia. Nunca relatado desde la perspectiva de un extranjero (como en El río de Wade Davis o incluso en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad), La vorágine es el lamento de un colombiano —en una época en la que era aún mucho más difícil saber qué quiere decir ser colombiano—, que al constatar que “a esta pobre patria no la conocen sus propios hijos, ni siquiera sus geógrafos” (p.245), enuncia una identidad colectiva compartida, a la que pertenece, y a la que descubre en la danza, en el dolor, en el fuego, y a la que ya jamás podrá ser indiferente: 

Tendido de codos sobre el arenal, aurirrojo por las luminarias, miraba yo la singular fiesta, complacido de que mis compañeros giraran ebrios en la danza. Así olvidarían sus pesadumbres y le sonreirían a la vida otra vez siquiera. Mas, a poco, advertí que gritaban como la tribu, y que su lamento acusaba la misma pena recóndita, cual si a todos les devorara el alma un solo dolor. Su queja tenía la desesperación de las razas vencidas, y era semejante a mi sollozo, ese sollozo de mis aflicciones que suele repercutir en mi corazón aunque lo disimulen los labios. (p.112)

Y más adelante, contemplando el silencio de la selva, me parece que se refería a los colombianos y no a los árboles cuando dice:

[Q]uejábanse de la mano que los hería, del hacha que los derribaba, siempre condenados a retoñar, a florecer, a gemir, a perpetuar, sin fecundarse, su especie formidable, incomprendida. (p.114)

Lo que no es una conjetura mía, es lo que leo en la página 144, algo que Rivera pensó de nosotros antes de que pasara todo esto que nos está pasando: “dicen que [los colombianos] somos insurrectos y volvedores”. En páginas como esta, tengo que detenerme a pensar, otra vez, en Colombia, en lo que significa ser colombiano. Esto es en realidad lo que Rivera se propone: hacernos pensar en el país como problema, como causa, como identidad, como patrimonio, como valor, porque, en sus propias palabras: “ligarse a la patria es vincularse al universo y a la vida”. 

Casi sin darme cuenta llego a las últimas páginas del libro, al término o al comienzo, no queda claro, del viaje homérico de Cova, al clímax en el que el protagonista dejará de huir de los peligros que lo acechan, y en un acto de valentía mirará a los ojos su destino, lo enfrentará y, “cual sordo zumbido de ramajes en la tormenta”, presentirá que la vorágine lo encontrará y lo devorará. Esa vorágine, su verdad, su fuerza, su furia, su herida, su misterio, su potencia de creación, vendrá también por mí; vendrá, temprano o tarde, por ti. No le tengamos miedo nunca más.

 

 Edición de referencia

Rivera, J.E. (1997). La vorágine. Bogotá: Presidencia de la República.

Murió Camilo Sesto

Murió Camilo Sesto. Lo sé por redes sociales. Lo leo en titulares de prensa. Pero solo me doy cuenta que murió Camilo Sesto cuando hablo con mi mamá por teléfono. Vivimos hace ya muchos años en ciudades lejanas. Me llama para saludar, para preguntar si ya es invierno. Y en medio de las preguntas de rigor, me cuenta que murió el cantante de Melina. Y decir esto en voz alta la apesadumbra. Me confiesa que lloró cuando vio las noticias. La conversación cambia de tono. Me habla con nostalgia de esa generación de cantantes, de lo lindo que era Camilo Sesto, de la euforia de sus amigas cuando salía un disco suyo, y de un exnovio que le dedicó alguna vez una canción y que le prometió que sus sueños, tarde o temprano, se cumplirían. No le da vergüenza contarme que lloró sola. No busca lástima ni reconfortarse. Antes de despedirnos, yo le pregunto si tiene alguna canción preferida, y en respuesta, mi madre hace algo a lo que casi nunca se atreve: canta. Entona y tararea. Yo escucho al otro lado de la línea. Me dice que ya estuvo bueno de hablar, que seguro tengo mucho por hacer, que ella debe seguir con sus cosas. Colgamos y un hilo de aire con su voz queda flotando en mi casa. El verso se evanesce.

Vivir así es morir de amor
Y por amor tengo el alma herida
Por amor, por amor, no quiero más vida que su vida
melancolía…

Yo hago la cena o lavo la ropa, alguna tarea doméstica. Lavo los platos. Cuando termino me sirvo una copa de vino y guiado por el eco abismal de una balada que me sé de memoria pero de cuyo título no me puedo acordar, busco en YouTube “Camilo Sesto”. Escucho una, dos canciones, alguna versión en vivo. Pienso en España, pero me doy cuenta que la interpretación que veo es en algún lugar de Suramérica. Pienso en casa, en todas mis vidas pasadas. Me acuerdo de cosas que yo pensaba que ya no estaban más en mí. Urgo en la memoria algo que no sé qué es. De repente lo encuentro: una nota, un arreglo musical, no sé, un cambio mínimo en la tesitura me conmueve, resquebraja el plomo que llevo adentro, y siento ganas de llorar. No sé nombrar ese sentimiento, pero sé muy bien que no es tristeza, y tampoco me esfuerzo demasiado en buscar la palabra adecuada. Me parece que en el afán por nombrar no voy a permitirme sentir eso que siento y me voy a tropezar con un término equivocado, con la trampa lexical con la que a veces el idioma nos engaña.

Pienso que la única educación sentimental que se me ofreció —y que le fue ofrecida a mi mamá— nos fue transmitida por esa música. Me doy cuenta que ambos compartimos un imaginario emocional, un sistema sentimental. Y mi inteligencia se juega en discernir entre sensibilidad y sensiblería. Todo lo que musicalmente me gustó después de la balada romántica amplió mi espectro cultural, refinó mi estética personal, determinó mi ámbito social, expandió mi vida interior, pero solo esa canción melódica —que me sé de memoria pero de cuyo título no me puedo acordar— formó mi aparato amatorio, le dio espesor y profundidad a mis sentimientos, pero también me condenó a la desavenencia de, a veces, como esta noche cuando escucho El amor de mi vida en completa oscuridad, despeñarme por el barranco absurdo del llanto sin motivos. No ese llanto desconsolado e infantil que deforma los rasgos de la cara, ni el llanto rabioso y enceguecedor que desgarra las entrañas. Todo lo contrario. Es un llanto tranquilo, apaciguado, silencioso. Un llanto solitario sin sollozos, que me da cierto regocijo extraño, que me limpia por dentro. Para evocar a sus padres, muchos dirán que son sangre de su sangre; yo, de mi madre, diré que soy lágrima de sus lágrimas. Otros dirán que de sus padres heredaron la estatura, el estatus o el temperamento; yo tendré los sentimientos y siempre a Camilo Sesto, siempre la música.

 

Doces de marzo

Palermo coquetea dos veces

CUANDO PASA POR LA VITRINA lo detiene la fuerza magnética de una chaqueta exhibida en un maniquí sin rostro. Se la quiere comprar, pero no sabe si tendrá el dinero. Qué gastos podría recortar este mes… Llama Ana. Es para preguntar que a las ocho o a las nueve. A las ocho para que llegues a las nueve. Risas. En Honduras al 4400. Que no, que no hay problema si Diego va. Ana dice chévere, chao. Le encanta su acento de Barquisimeto, siempre lo pone de buen humor. Entra a la tienda. Decide ir al restaurante caminando, para aprovechar la brisa que empieza a correr por la ciudad, que ardió en verano y que ahora empieza a refrescarse, como una piel insolada sobre la que se aplica un paliativo hecho de aire y oxígeno. Hay fila en el restaurante, pero Rafael se encargó de toda la logística. Van a cenar fondue en un lugar nuevo de Palermo Soho. Siempre hay lugares nuevos en Palermo Soho. Rafael y Luis ya están en la mesa bebiendo vino. Nico y Agustina no tardan en llegar. Y en menos de una hora, Andrés, Carolina, Adrián, Maya y Andrés H se unen a la mesa, que Rafael había reservado ocho días atrás. Ana y Diego llegan de último. Chistes gastados sobre la noción de tiempo latinoamericana. Risas. Le gusta sentirse rodeado por sus amigos. Casi todos, como él, llegaron a Buenos Aires de otros países: Ana viene de Venezuela, Agustina de Chile, Rafael y Luis de Brasil, Andrés y Carolina de Colombia, Adrián de España. Incluso Nicolás y Maya, argentinos, tienen pasaportes italiano y croata respectivamente. Así es Buenos Aires, el tapiz plateado de destinos trashumantes. Dividen la cuenta entre once. El fulgor de la fiesta se quiere manifestar. Caminan hacia Niceto, Nico sabe de un lugar. El boliche está detrás de una puerta enorme de metal. Adentro todo está recubierto de un negro aterciopelado, de una negrura espesa y sensual. Líneas de fuga fosforescentes irrumpen en la oscuridad, amplificando las luces tornasoladas de un láser que se mueve al ritmo de la música. Los reflectores parpadean a toda velocidad, organizando el tiempo como en una secuencia de fotogramas, haciendo que los cuerpos danzantes se ralenticen, se muevan en una cadencia que no existe en la vida exterior. Las melenas se sacuden, los pies cambian rápidamente de lugar, la proximidad le da un matiz íntimo y a la vez anónimo a esa descarga que es bailar. No son las luces, sino los cuerpos transpirados lo que brilla. Alguien que está cerca lo mira. Le gusta que nadie hable, que todos bailen. Es otra forma de comunicarse. Se vuelve a encontrar con los ojos que hace un momento lo veían. Siente calor. No es el calor tórrido de enero, es la termodinámica furiosa de los cuerpos en movimiento ¿Cómo te llamás? –TEN. Cómo. MAR-TÍN ¿Y vos? Cómo. (¡¿)CÓMO(?!). Te lo escribo en el celular. Dale. Me gusta como bailás… Ana lo tira de un brazo, sacándolo de la frecuencia. Nos vamos ya. Qué pasó. Diego me cagó. Lo encontré con otra. Chamushero. Ana se va, abriéndose paso entre la multitud eufórica. Él la persigue. Salen del boliche a la frescura de la madrugada. Ana llora. Nos vamos ya. No me va a ver así. Pero, ¿y si hablan? La estábamos pasando bien… Nos vamos YA ¡Taxi! Ana está temblando. Aunque sabe que no es por el frío, él se quita la chaqueta nueva y se la ofrece, arropándole los hombros desnudos. Le dice que se calme, que le cuente bien que pasó. El llanto de Ana no para, pero ya no son lágrimas iracundas, sino una tristeza desbordada que necesita salir, por tanto amor, por tanta angustia, por tanto quilombo, por tanta ciudad. Perdón, yo no quería ser el centro de atención. No pasa nada. La abraza. Ella reposa su cabeza en su hombro y él le besa el pelo y le arregla algunos cabellos detrás de la oreja. En qué momento construyeron tanta confianza. Por fin, un taxi. Viajan en silencio. Él la mira de vez en cuando. Ella llora sin musitar palabra. Él mira por la ventana. Le clava los ojos a un texto de neón de una vitrina que se va quedando atrás del auto. Le gusta la tipografía con que está escrito. En Buenos Aires aprendió a prestarle atención a la tipografía con que se escriben las cosas. El aviso dice POWER. La W del medio parece los colmillos de un animal carnívoro. Deja a Ana en casa, bañada en llanto, puteando en venezolano. Sigue en el taxi hasta su casa y después de pagar los 100 pesos, ese despilfarro grotesco de dinero, se da cuenta que no tiene su celular. Se toca todos los bolsillos. Confirma que lo perdió. Lo primero que piensa es que no tendrá dinero para comprar otro teléfono. Lo segundo es que jamás volverá a saber de Martín. Inserta la llave en la cerradura de la puerta, pero oye un sonido. Mira hacia un lado, la calle está vacía. En realidad no fue un sonido, fue un silencio lo que escuchó, y en esta ciudad el silencio es algo imposible, algo abstracto, un recurso no renovable precioso, agotado. Quisiera tomar una foto. Buenos Aires así, tan sola, tan callada, tan bella, tan tarde, tan susceptible. Pero aun si tuviera cómo, no podría capturar lo que quiere retener de ese momento. No tiene celular, no tiene chaqueta, no tiene plata. Solo tiene las manos vacías y esa ciudad, que lo ha conquistado, en frente.

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Mochileros

LA NOCHE LOS ENCONTRÓ con la carpa a medio armar. Habían tardado demasiado en escoger el sitio para acampar porque ambos tuvieron ideas diferentes sobre cuál era el mejor lugar para pasar la noche. Cuando él dijo que allí, el otro le contestó que mejor buscaran la planicie. Y después de un rato, él insistió en buscar un lugar más cerca al río. Caminaron más, en silencio. No solo no decidirse por un lugar los retrasó en armar el campamento. Los distrajo además la luz anaranjada que se proyectaba sobre las cumbres del paisaje andino, que ambos miraron desde el valle con asombro y una idea compartida —sin saberlo— de no haber visto antes esa luz austral en ningún otro lugar. Alumbrados por los últimos rayos del sol, los cerros parecían enormes piedras preciosas. Y ellos vieron con admiración esas piedras perder su brillo, como si se tratase de un ritual para saludar la noche cordillerana. Una vez estuvo hecha la carpa, comieron pan, algún enlatado y yogurt en la oscuridad callada del bosque. Hablaron de glaciares y de cambio climático, de los viajes del Che y de cine latinoamericano. Se rieron de lo malos que eran ambos en “echar dedo” para pedir un aventón. Nadie les había parado en una semana. El susurro de los pinos les hizo sentir frío, y decidieron ir a dormir temprano. Al final del día, venían de caminar kilómetros con las mochilas al hombro y mañana tendrían que estar sí o sí en el siguiente destino que habían marcado en la agendita gastada en la que tenían todas sus notas de viaje. El cansancio los hizo caer en un sueño profundo, custodiado por los álamos y las fieras nocturnas de la cuenca. A la mitad del descanso, él sintió una sensación helada que lo despertó alarmado. Llovía tremendamente. El agua se había filtrado al interior de la carpa y todas sus cosas estaban ensopadas, casi flotando. Él se despertó también, recalibrando su consciencia, como quien tiene que recordar el lugar donde se encuentra. La lluvia torrencial golpeaba la carpa con tanta fuerza que parecía que la fuese a derrumbar. Abrieron los cierres y salieron a la intemperie brutal. A él le sorprendió la claridad de la madrugada. Él se sintió confundido por no saber qué hacer. A esa hora de la noche, a dónde irían, qué tan seguro era caminar a esa hora en un lugar que no conocían, a quién pedirían ayuda, pero ayuda para qué, ¿para que dejara de llover?… Se había empezado a preocupar, pero la borrasca y una imagen le removieron la zozobra. Él estaba de cara a la montaña, como en la tarde cuando vieron el atardecer, tan empapado como él, tenía los ojos cerrados y los brazos abiertos, como queriendo abrazar el agua que brotaba a borbotones del cielo. Pensó que quería recordar ese momento como el principio de una vida mochilera por el continente. Él, en cambio, pensó que inmerecida era la suerte de compartir esa lluvia sagrada que había bautizado volcanes y vivificado el monte, con él. Y aún así, era suya esa suerte.

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Ultimátum

SUBIÓ POR LAS ESCALERAS ínfimas de una torre del que leyó era el cuarto templo cristiano más grande del mundo. Le costó ascender por ese pasillo estrechísimo de peldaños en espiral, por el que difícilmente dos personas pasaban al mismo tiempo. Había leído además que la catedral había tomado seis siglos en ser erigida, y pensó que debía caminar con mayor consciencia de aquella información, a pesar de la estrechez, a pesar de los turistas. Arriba, en la terraza, la luz del día y la amplitud del espacio fueron recompensa a la claustrofobia por la que acababa de pagar 10 euros. El cielo no estaba del todo despejado y las nubes dibujaban sombras asimétricas sobre el tejado colosal del Duomo di Milano. Lo recorrió con asombro, cautivado por las estatuas casi flotantes de esa acrópolis de mármol. De toda esa gran ola monumental petrificada, la imagen de San Sebastián fue la que más le impresionó. Entendió lo que un autor colombiano —cuyo nombre no recordaba— quiso decir cuando escribió que incluso en su martirio, San Sebastián enseñaba algo sobre la armonía, la belleza, la entereza. Desde uno de los descansos del pináculo pudo ver hacia uno de los costados de la plaza principal, donde minúsculas siluetas humanas se movían en un flujo disparejo, como partículas disparadas hacia distintos centros de gravitación. Pensó en las vidas de esas personas que veía transitando la plaza. Cuáles de ellas estarían contentas a pesar de la nubosidad en un día de primavera, quiénes llevarían adentro la losa pesada de una tristeza guardada, quiénes estarían en el vilo crepitante de tener que tomar una decisión difícil, qué destinos estaban a punto de encontrarse, de cambiar. Sintió hambre, y le abrumó la idea de tener que caminar tanto como le fuera posible para salir del radio de la zona, para poder comer algo a un precio razonable. Lejos de la longitud de onda turista, decidió caminar más despacio, prestando atención a las fachadas granas, rosas, amarillas y pasteles que adornaban las calles adoquinadas de Brera. Un risotto allo zafferano, per favore. Milán le hacía bien. La energía de la ciudad le sumergía en una ilusión cosmopolita y le daba una emoción constante de que algo estaba a punto de suceder. Cuando el almuerzo llegó se dio cuenta que era la única persona en el lugar que estaba sola, y eso no le pareció tan terrible, aunque admitió para sí que echaba de menos su compañía. Miró el teléfono. Ningún mensaje nuevo, ninguna notificación. En Medellín era temprano, siete horas antes que Milán, como si aquí se estuviese en un futuro próximo desde el cual se pudiera ver primero las cosas, los acontecimientos. Pagó los 14 euros por la comida y una copa de vino, negándose a calcular el monto en pesos colombianos. Aunque ya hacía un mes que vivía en Italia por su trabajo, le costaba quitarse el hábito de multiplicar y poner ceros y dolorosas unidades de mil a equivalencias que no valía la pena hacer, pero que él seguía sumando y multiplicando en su cabeza. Malas mañas. La tarde se precipitaba hacia nubarrones de agua. De repente la gente aceleró el paso, con su prisa citadina, con su temor a la lluvia, sin interrumpir sus conversaciones telefónicas en movimiento, con la infatigable elegancia lombarda. Él también buscó un lugar para resguardarse de la llovizna y para tomar un café. No tuvo que caminar mucho para encontrar un sitio, y una vez dentro, escogió la ventana para volver a ver gente pasar, su pasatiempo preferido por esos días. En el último sorbo del espresso, deseó que no hubiera un océano entre los dos, que el amor fuera más sencillo, o por lo menos, que esta tarde estuviera ahí con él, viendo transeúntes. Pero la nostalgia no le apabulló el corazón, al contrario, le ratificó cuánto le gustaba este momento de su vida, y tuvo la sospecha instantánea y pasajera, casi como la duración de un relámpago, de haber vivido un día feliz ese día. Pensó en el ultimátum de su última conversación. No le gustaba sentirse contra las cuerdas de una disyuntiva impuesta. No le gustaba esa terquedad binaria de simplificar la realidad a tener que escoger entre dos opciones irreconciliables. Pero entendió que quizás todo eso hacía parte de vivir en este tiempo. Para su generación, el mundo se había encogido en distancias, pero el universo afectivo se había complejizado en extensiones inabarcables. Dudando sobre cuál sería la mejor ruta para regresar a casa, decidió caminar, esperando que en ese deambular las respuestas aparecieran como prefiguraciones dibujadas por el ritmo de sus pasos. Solvitur ambulando. Después de una hora larga de andar, llegó al apartamento de la calle Ricciarelli. Sus compañeros de piso no estaban. La noche comenzaba para ellos afuera, quizás en el bullicio joven de Navigli, pero él había preferido quedarse y disfrutar de esa quietud contenta que trae quedarse en casa un sábado a la noche. Quizás releería a Burgos Cantor —recordó el nombre—. Un mensaje en el móvil: “¿Estás? Me gustaría hablar… ¿No te parece?” Sintió pereza de tener que cambiar su noche de libros por Skype, pero algo dentro de sí le dijo que era momento. Cuando escuchó hola del otro lado, supo además que no tendría tiempo de hablar sobre las esculturas aéreas de la catedral, ni sobre San Sebastián, ni sobre lo que había almorzado, ni sobre esa tarde tranquila de ver gente pasar. Esa noche se dirían otras palabras, más difíciles, esas palabras que ejecutan lo que nombran, que desunen lo que enuncian. Esa noche habría que encontrar en la promesa de la honestidad el valor para romperse el corazón, esa catedral interior que a él le costaba visitar.

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Nuevas patologías

LO DESPERTÓ LA CERTEZA de que el dolor era real, no era soñado. Sin encender ninguna luz se dirigió al baño, y arrodillado, con las luces apagadas, vomitó una sustancia amarga mientras se aferraba con ambas manos a su vientre. Fueron muchas arcadas de porquerías y bilis, y en cada una tuvo que hacer más fuerza que en la anterior. Se agarró de las paredes, dejó que su cuerpo se comportara de maneras involuntarias y reprimió una pulsión rara de llorar. Las venas de sus sienes palpitaban fuerte, y sobre ellas empezaron a aparecer gotas de sudor frío, una manifestación que a él le pareció una mala señal, como si esa sudoración súbita le advirtiera que su cuerpo podría irse en picada en cualquier momento. Cuando sintió que su estómago se quedó vacío, cerró los ojos y repasó lo que había comido ese día sin poder identificar una causa de intoxicación o algo particularmente sospechoso que hubiera entrado en su organismo y que lo tuviera ahora contra las fauces cortopunzantes de ese dolor abdominal. Sintió la náusea subir de nuevo por su diafragma hasta su cabeza como una oleada incontenible. El mundo alrededor se desenfocó… Se tiró en la cama, deseando que la horizontalidad de su cuerpo le trajera un poco de alivio, pero acurrucado sobre el colchón sintió que se hundía en un agujero obscuro que descendía en espiral, como Scottie Ferguson en Vértigo, a la angustia de sentirse desarticulado de su propio cuerpo. “Los dolores del alma son mucho más llevaderos que los dolores del cuerpo”, pensó. Y deseó recordar este pensamiento cuando se hubiera recuperado, porque quizá al otro lado de este revés de salud tendría una nueva perspectiva sobre los problemas que le aquejaban en su vida diaria. Pero, y qué tal si este dolor no se va. Qué tal si empeora. Recordó esa conversación azarosa de almuerzo con colegas en la que se habló de nuevas superbacterias y enfermedades gástricas mortales, nuevas viejas formas de morir en el siglo xxi. Admitió que era una idea fatalista y trató de pensar en otra cosa, pero fracasó espectacularmente en convencerse de que estaría mejor en la mañana. El sudor no paraba, y las sábanas empezaban a humedecerse en el deshielo de sus escalofríos. Eran las 2.33 AM. Descartó la idea de llamar a alguien. Esperaría un poco más antes de ir al hospital. Solo quería que el dolor pasara. El dolor y la noche, que pasaran, por favor. Que en la noche los dolores son más intensos y parecen sentirse hasta en el alma. Le fue insoportable quedarse en la cama. Se levantó y abrió la ventana de su habitación. El viento frío de afuera le refrescó el malestar por un instante. La ciudad estaba en su hora más tranquila, y en su desvelo él era ajeno a esa calma colectiva. Las luces de enfrente estaban todas apagadas, y una ráfaga de envidia lo asaltó al imaginar los cuerpos que en ese edificio vecino dormían plácidamente. Descubrió que le temía a la enfermedad. Un miedo nuevo que él todavía no sabía navegar. Y a esa edad, en la que tantas verdades crujen y se resquebrajan, la esquela de la mortalidad le parecía más real y más inminente que ninguna otra. Otra vez las ganas de llorar. Otra vez la idea necia de morir solo. Otra vez la náusea.

 

Múcura

Gracias, Agustín

SE DESPERTÓ sin tener que apagar ninguna alarma a su alrededor, con la sutileza natural y tranquila de un cuerpo que quiere entrar de nuevo en el torrente de la consciencia. Una luz nítida se amplificaba por toda la habitación a través de las cortinas de organdí y rebotaba en paredes blancas sobre las que se proyectaban las siluetas delicadas de las persianas bordadas. Tiempo después entendería que esas noches de descanso reparador serían un lujo no siempre accesible para él. Miró la cama contigua, vacía, impecable en todos los pliegues de las sábanas recién dobladas. Salió a buscar algo para desayunar. Era temprano, pero el bar del hotel ya estaba abierto. El aroma a café le revitalizó los sentidos. Con la taza humeante, se recostó en un chinchorro tejido a leer algo que un amigo le había recomendado, pero que a él todavía no le atrapaba. Se dio cuenta que su madre se bañaba en el mar. A ella le gustaba ir en esas primeras horas de la mañana, en las que no había gente, a zambullirse en la marea tranquila. Con un gesto que él entendió de inmediato, su madre le invitaba a meterse al agua, que parecía fría y nueva, como recién vertida toda sobre esta parte del planeta. Levantando el libro, él le respondió con un gesto de “no, gracias, estoy leyendo”, y cerró el ademán con una sonrisa para su madre, con quien estaba agradecido por haber decidido acompañarlo en ese viaje improvisto, un tanto ilógico, a un archipiélago del Caribe en mitad de marzo. Después de muchos años de vivir afuera, volver a casa le hacía ilusión, a pesar de la incomprensión —e incluso estupefacción— con que sus amigos habían reaccionado cuando él les contó que estaba de vuelta en Colombia, de manera indefinida, sin tiquete de regreso. Volvió al libro, pero un párrafo después lo encontró otra digresión. Recordó haber leído que Manuel Puig vivió con su madre cerca a una costa mexicana en los años ochentas, antes de morir. La imagen le fue ambivalente, pero le gustó pensarse, aunque solo circunstancialmente, en una situación parecida a la de ese autor argentino que él había leído con tanto agrado en la universidad. Volvió a mirar hacia el mar, ese paisaje tranquilo y ondulante revestido de azul, que en un día nublado como hoy a él le parecía lo más semejante a la melancolía. En el movimiento pendular de la hamaca se sintió uno con el vaivén de las palmeras africanas y las olas turquesas, que se rompían en el playa con la delicadeza de todas las cosas que sanan. Cerró los ojos. Ya habría tiempo para leer. Después de almuerzo se unió a un pequeño grupo de turistas para una caminata ecológica alrededor de la isla, que se recorría casi completamente en 45 minutos. María, la guía, era una mujer joven de rasgos finos y del color del bronce, con un acento costeño que a él le parecía a la vez alegre y arrullador. Mientras caminaban, les contaba a los huéspedes sobre el pasado indígena del lugar, sobre los planes de ecoturismo que actualmente se desarrollaban, el abastecimiento energético a partir de paneles solares, el sistema de compostaje con el que cuidaban el suelo de la isla… Casi al final del recorrido hicieron una pausa frente a un manglar enorme, vegetación que abunda en la zona. María hablaba sobre ecosistemas, pero él se quedó mirando ese bosque tropical que lo rodeaba ya sin escucharla. En ese jardín salvaje, insular, rizomático, que no era del todo terrestre ni del todo acuático, vió pasar imágenes de momentos, lugares y personas, y detrás, la comparsa de sus propios sentimientos, los buenos y los malos, el peso de sus decisiones, el escarlata de sus heridas —las abiertas y las cicatrizadas— las luces de sus descubrimientos más personales. Sintió alegría y tristeza al mismo tiempo de estar ahí, en ese diorama selvático en el que se proyectaba su vida. Supo que ser adulto era también pensar una cosa y sentir otra, saber caminar con esa contrariedad entre las manos y aprender a ver en los intersticios de esas contradicciones las verdades del corazón. Caminó despacio de vuelta a la habitación, donde le esperaba una sorpresa. Mientras él caminaba por la isla, su madre había colgado guirnaldas de las paredes y un letrero de papel recortado que decía en colores vivos “Feliz cumpleaños”, y había puesto sobre la cama una pequeña torta de chocolate, que él nunca supo a ciencia cierta de dónde salió.

 

*

Hoy no hubo atardecer porque las nubes habían cubierto el cielo y parecía un día sin sol. Todo se dejaba arropar por un velo tenue. Caía la noche tropical. No faltaba mucho para la cena. Caminaron hacia el comedor al aire libre. Qué privilegio era comer así, sobre el césped y frente al mar. Esta noche había bastante gente. Una familia trataba de alimentar a sus cuatro hijos al tiempo que los niños jugaban, gritándose cosas y sintiendo la urgencia de dejar la mesa para saltar, para ir a explorar mundos que solo existían en sus imaginaciones. Dos extranjeros rubiesísimos tomaban dos copas de vino mientras con sus dedos trazaban líneas sobre un mapa. Su madre le hablaba de cuando ella era joven y no conocía aún el mar. “Yo le tengo mucho miedo”, decía, “bueno, respeto”, se autocorregía. En frente suyo había un pareja que se miraba con la complicidad de quienes han encontrado un compañero de vida, y más allá, una señora de edad avanzada hacía la sobremesa solitaria de caminar descalza sobre la arena. Los recuerdos que le sobrevinieron en la tarde en el manglar querían volver, pero él sintió la necesidad inaplazable de vivir solo ese momento y nada más. Se sintió sosegado por la tibieza de ese instante breve, en el que todo pareció tener sentido, incluso lo inexplicable, y en el que encontró belleza y misterio en las historias de su madre, en el océano nocturno, en el sonido de la noche, en el divagar inconcluso de su vida, en las palabras que habitaban solo en su interior, en su soledad.  

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Bruselas, Ginebra 2019

Disritmia salsera

«¡Oh! ¿Qué será? ¿Qué será?»

De mis años de estudiante universitario recuerdo poco. Pero dos cosas retengo en la memoria a pesar del tiempo: la música que acompañó aquella época párvula y los amores imaginarios de ese pasado irreconocible. Escuchábamos mucha música en inglés, sobre todo rock. Los viernes íbamos a Bantú, un bar estrecho y desangelado que quedaba cerca a la universidad. Muchas veces era imposible encontrar un lugar adentro, así que elegíamos la acera de la calle para sentarnos a tomar una o dos cervezas, y el callejón, por el que casi nunca pasaban carros, se llenaba de humo de cigarrillo, de una densidad bohemia, de canciones de Oasis, Radiohead, The Cure, The Verve, Blur.  

Otras veces, esos tantos viernes después de clase, alguien ofrecía su casa para tomar algo y comenzar el fin de semana. De manera tácita se designaba a alguien para que pusiera la música, que casi siempre era la clave principal para que la fiesta fuera considerada una buena rumba o no. Mis amigos intercambiaban CDs MP3 con cientos de canciones de muchos géneros: electrónica, house, R&B, pop, rock en español. Había engravados en esos discos cierta nostalgia temprana por los noventas, la época en la que la mayoría de nosotros fuimos adolescentes, y también una extraña tendencia a incluir música bailable, “un momento tropical”, como decía Mónica, una chica que recuerdo por su sofisticación femenina. Esos dos espacios: la calle y las fiestas con mis amigos fueron una gran escuela musical para mí durante esos años borrascosos de juventud.

Una noche, en casa de Luz, una amiga, Verónica alzó su vaso de ron para pedir la palabra en medio de la algarabía y dijo «Ponete Mi sueño o algo de Willie». Esa es la primera vez que tengo conciencia de haber escuchado a Willie Colón, cuya música seguramente había oído ya muchísimas veces. Con esa lucidez primera, esa noche me fueran dadas dos verdades: una sobre mi sexualidad y otra sobre la música.

Mi sueño es una canción escrita originalmente por Martinho Jose Ferreira en portugués, idioma en el se titula Disritmia. En su versión salsa tiene unas trompetas heráldicas y unos arreglos extraordinarios, además de un lirismo difícil de encontrar en las letras del género, y que Willie Colón supo trasladar al español con la sensibilidad retórica con la que los versos fueron escritos en su lengua original. La canción tiene un estribillo estridente y virtuoso en el que se destacan a la vez que se ensamblan aires, cuerdas y percusiones. Fue en ese pasaje sin letra cuando noté que Carlos estaba sentado frente a mí, moviendo los pies al ritmo de la canción y haciendo con las manos gestos sutiles que simulaban tocar la guitarra que sonaba de fondo.  

Era un compañero de clase enigmático. Mayor que la mayoría de nosotros, porque ya había terminado una carrera, trabajado, viajado, y ahora había decidido estudiar de nuevo. Casi nunca se le veía después de clase, por eso me sorprendió verlo sentado en un mueble de la casa de Luz esa noche de faenas estudiantiles. Conocía tan bien la canción y su juego de movimientos era tan preciso y sincronizado con la música que por un instante pareció que fuera de sus manos moviéndose en el aire y no del estéreo de donde emanaban esos sonidos portentosos. Cuando desprendí la mirada de ese pequeño acto de encantamiento me di cuenta que me miraba. «¿Te gusta la salsa?», me preguntó, encontrándome fuera de base. Yo le dije que no tanto, y a él se le dibujó una sonrisa que yo no alcancé a interpretar.

Se acercó a mí, desprendiéndose de la silla y estirando el cuerpo, que cambió de eje cuando puso una mano en mi rodilla. Como si me quisiera decir un secreto, su boca se volvió a abrir para decirme: «Ese álbum es muy bueno». Erizado por esa proximidad de los cuerpos, yo apenas tuve tiempo de pensar en lo que había dicho, y sobre todo en lo cerca que estaba. Inclinado en diagonal sobre mí, me di cuenta que Carlos alargaba la otra mano para alcanzar su vaso de ron, que reposaba sobre la mesa justo a mi lado. Cuando lo agarró se replegó sobre sí y me quitó la mano de la pierna. Sin que yo pudiera responder nada, lo vi levantarse y adentrarse en el tumulto de personas que bailaban en una sala demasiado pequeña para tantos cuerpos. Yo me quedé en el mueble electrizado por ese breve instante de un erotismo nuevo, mientras Willie Colón pedía ser pacificado por el aguardiente de un amor profundo.

Me tomó muchos años descubrir que «Fantasmas» (1981), donde se incluye Mi sueño, no solo fue el disco de mejores ventas de la FANIA hasta el momento, sino que fue un disco que implicó un punto de quiebre en la manera de entender y producir música latina. Es un corpus musical experimental, de una ingeniería exquisita, de naturaleza sinfónica y coral. Es sobre todo una obra heterogénea, en la que Willie Colón le apostó a la convergencia de ideas, de ritmos, de geografías, y por extensión, de mitologías locales, de tramas conceptuales, de sentires. «Fantasmas» es un símbolo iconoclasta, es más que salsa, es una disrupción creativa del boogaloo. Es a la vez la fuerza creadora de Chico Buarque, la poética tanguera de Eladia Blázquez, la sensualidad expandida de Martihno da Vila. Es un opus magnum de remix y fusión.

A Carlos no lo vi nunca más en mi vida. No volvió a la universidad después del primer semestre. Nunca fuimos amigos en Facebook, que para la época era algo anacrónico. Nunca supe nada de él, hasta que muchos años después de habernos graduado, en una reunión de compañeros de clase, me atreví a preguntar qué habría sido de su vida. El ritmo de la conversación se interrumpió con mi pregunta y en una seriedad típica de adultos, me contaron que Carlos había muerto hacía un par de años. Una anormalidad crónica en su metabolismo lo precipitó a su muerte en sus tempranos treinta años. Se cambió el tema rápidamente con la facilidad de las anécdotas banales, y yo me llevé a la boca un sorbo de mi trago. Me supo a metal.

***

Hace poco leí que para Stravinsky, la música nos es dada con el único objeto de establecer un orden en las cosas, incluyendo de manera especial, la relación que existe entre el ser humano y el tiempo. En ese momento en Medellín, cuando tenía menos de veinte años, yo era incapaz de establecer cualquier mínimo de orden en mi vida. La música me fue dada para otras cosas, a veces creo que con el único objeto de presentir que el mundo sensual y el mundo sentimental a veces están más cercanos el uno del otro de lo que parece. Esas horas nocturnas de humareda en las que yo era tan joven y todo me parecía nuevo, esas horas bohemias y taciturnas de dark salsa en mi ciudad, ese brillo que Carlos irradiaba solo con su presencia y que dejaba como una estela evanescente por donde pasaba, esa bella cadencia de los cuerpos entregados al baile, esas tumbas que retumban como ecos que tasan la Vida y la Muerte, vienen a visitarme de vez en cuando en noches como esta, vienen como rumores que susurran en las alcobas versos de trova. Son mis fantasmas.

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Ver la música: Breve repaso a la videografía de Bomba Estéreo

En los últimos cinco años Colombia ha exportado más música que nunca, en una época de verdadero auge musical que parece no palidecer. Sin embargo, esta proliferación de cantantes, bandas, ritmos y subgéneros no necesariamente ha implicado un despertar del videoclip como medio artístico. Shakira, Maluma o J-Balvin reposan de manera sexy en el pedestal de los videos más vistos en YouTube, pero sus videografías suelen no ser interesantes, comprobando que no necesariamente la factura de un proyecto audiovisual está subordinada al presupuesto disponible.

Bomba Estéreo, que nada con destreza en los meandros de lo no totalmente mainstream no totalmente indie, es una banda que se la ha jugado de manera audaz y acertada por consolidar no solo un carrera musical sino además una propuesta estética. Aquí repaso algunos videos de su corpus audiovisual.

En la era Estalla

Antes de los grammys y el glamour, incluso antes de ser la Bomba Estéreo que conocemos, la banda ya curioseaba con los potenciales del lenguaje visual. Con «Ritmika» (2002), una canción que nadie conoce, Bomba Estéreo experimenta con imágenes y textos superpuestos para interrogar un relato de una realidad social. Para 2010, y ya con una canción impregnada en el imaginario colectivo de Colombia y alrededores, «Fuego» del álbum Estalla (2008) anuncia dos tropos visuales de la banda que acompañarán casi todos sus videos: el paisaje samario colombiano y el calor tórrido caribeño.

En la era Elegancia tropical

En Elegancia tropical (2013), en mi opinión el mejor álbum del dúo, es más evidente el deseo por comunicar no solo en el plano musical sino además en el visual. «Pure Love» y «El alma y el cuerpo» son ya trabajos audiovisuales profesionales, de alta calidad. En el primero hay un pulso por contar historias que quieren ser contadas, y el segundo define la imagen inequívoca de Bomba: un ser emergiendo del/sumergido en el agua.

En la era Amanecer

Amanecer (2015) es quizás el disco que consolidó la internacionalización de Bomba Estéreo. Aquí el dúo colombiano plantea dos propuestas en el plano visual: la primera es mostrar lo local al mundo: «Somos dos», por ejemplo, es una bella oda a la pareja y al Tayrona. La segunda es más política: «Soy yo», un himno contagioso sobre la importancia de ser uno mismo, se la juega por mostrar imágenes que tienen algo para decir sobre el bullying, el feminismo, las comunidades inmigrantes en Estados Unidos… Dirigido por el danés Torben Kjelstrup y hecho éxito viral gracias a la interpretación de Sarai Isaura González como máster de la flauta y el amor propio a los 11 años, «Soy yo» es un parteaguas en la carrera de Bomba. El guiño a «No Rain» de Blind Melon hacia el final del video hace de la canción un trabajo audiovisual perfecto.

En la era Ayo

En 2017 la banda va por más, lanza Ayo y sorprende con el primer sencillo, «Duele», del director Sam Mason, un video que abraza un enfoque cinematográfico para la música que la banda ya no soltará más. Este enfoque no solo significa una dirección de fotografía, producción y postproducción más robustas, sino además una sensibilidad visual inquieta: el video cuenta con una respiración surrealista, con al menos dos almodovárazos —el teléfono de disco descolgado, la extrapolación del dolor en el rojo (del tomate)— y con un leve tinte a Hitchcock en su espiral vertiginoso. La propuesta visual continúa buscando asideros distintos en «Internacionales», «Química» y «Amar así», todos sencillos del mismo disco, todas pequeñas historias/búsquedas audiovisuales.

Inciso: paradójicamente, el video más visto en YouTube de la banda, después de «Soy yo», es «To my love» (35 millones de vistas), una canción del Amanecer, que nunca fue sencillo, pero que por los caprichos de la música se viralizó en 2018 en internet y en discotecas. Allí, en la pista de baile, es donde pertenece esta canción, y no vale la pena detenerse en el video, que pareciera haber ocurrido más por asesoría comercial que por sed creativa.

De vuelta al Ayo, el siete de agosto de 2018 Bomba Estéreo estrena «Amar así», un videoclip en formato hiperpanorámico dirigido por el colombiano Iván Wild. Va de soldados que cohabitan una isla desierta del Caribe, donde parece no haber nada salvo la disciplina militar y la corporalidad de los cadetes, que viven en la repetición de sus formaciones y entrenamientos, en el tedio de la nada que es la misma siempre, en el calor exasperante de la tarde en esa parte del mundo. La primera vez que vemos el video pareciera que fuese a estallar a lo Apocalypse Now, pero no, la historia se va para otro lado, el lado queer de Bomba, en el que dos hombres se besan con miedo y ternura. La imagen es potente: hombre con hombre, blanco con negro, sargento con raso. Que el video se haya lanzado por decisión de la banda el día de la posesión de la nueva presidencia en Colombia, no es un dato menor. Bomba Estéreo quiere pronunciarse artísticamente frente a un gobierno conservador a ultranza. Es un gesto pequeño pero a la vez un acto político contestatario.

Bomba Estéreo parece sentirse más ella misma cuando integra el lenguaje sonoro con el audiovisual. Es una banda que, aunque se le complique reinventarse en una industria salvaje, sabe conjugar elementos artísticos locales, autóctonos e identitarios, sin caer en exoticismos para turistas globales; es una banda que va encontrando una posicionalidad política que no cae en panfletismos; es una banda que entra por los pies, por los oídos, por los ojos, por el corazón, de la que siempre quiero escuchar y ver más. Eso es mantener prendido el fuego.

Foto: Mike Reyes. Videos: Canal oficial de Bomba Estéreo en YouTube.

Crítica «Aniquilación»—subvertir una idea en clave Sci-Fi de terror

Una historia de ficción, nos dicen ciertas corrientes teóricas narrativas, siempre se subscribe a una de tres posibles macroestructuras: hombre contra hombre, hombre contra entorno, hombre contra sí mismo. Aniquilación (2018), escrita y dirigida por Alex Garland, a quien se elogió por su debut directoral con Ex Machina, pareciera incorporar los tres ethos: una protagonista que debe desconfiar hasta de su propio esposo, una expedición pseudo-tropical en la que aparecerán criaturas y acechanzas de este y otros mundos, y, quizás lo más interesante de la película, una reflexión sobria sobre la autodestrucción como condición sine qua non de la vida.

La película comienza mostrando un cuerpo sideral que entra en la biósfera e impacta un faro en una costa de lo que pareciera ser el sureste de Estados Unidos, pongamos Florida. Del impacto emana lo que conoceremos como el Resplandor, una gran bóveda amorfa que se expande de manera rápida como un campo magnético alienígena, como un tumor en la tierra. Lena (Natalie Portman), perturbada por la aparición enigmática y agónica de su marido Kane (Oscar Isaac), que ha regresado a casa después de una misión militar fallida en el Resplandor, decide unirse a una segunda excursión para completar lo que la primera no pudo: explorar el perímetro, recoger datos, ir hasta el núcleo de la anomalía y descubrir qué se ha instalado allí y, sobre todo, por qué nada ni nadie ha logrado salir vivo, excepto, como ya se dijo, su esposo.

annihilation2-1200x675El Resplandor, una membrana alienígena en expansión. Foto: space.ca (c)

A Lena, bióloga anteriormente enlistada en las fuerzas militares, la acompañan cuatro mujeres más: una geóloga, una física, una paramédica y una psicóloga (Tuva Novotny, Tessa Thompson, Gina Rodriguez, Jennifer Jason Leigh, respectivamente). Al traspasar la frontera, el equipo se encuentra con un paisaje tropical psicodélico y onírico, donde todo parece distorsionarse: la noción del tiempo, la estructura de los seres vivos, la materialidad de la naturaleza. A medida que la expedición avanza descubrimos que todo lo que ha sido contaminado por el Resplandor ha sido alterado en su estructura química: “el Resplandor es un prisma y todo lo refracta” en frecuencias mezcladas de código genético, haciendo que todo esté en constante estado de mutación. Found footage nos revela lo que le ha sucedido a la excursión anterior, especialmente lo que ocurrió con Kane, que es terrorífico y premonitorio para las excursionistas. Esa amenaza latente de lo desconocido recuerda tropos de terror como los consagrados en Alien (1979), la película que quizás haya reinventado el género de terror en su beta de ciencia ficción.

Pero Aniquilación difícilmente quiere ser un espécimen de género, la historia tiene otras ambiciones: Garland explora de manera subversiva la idea de naturaleza creadora —en el hombre prevalece un instinto de supervivencia— para contraponerla a la premisa de una naturaleza que es a su vez degenerativa. El trasfondo de la película construye así, a partir de una “naturaleza artificial”, un marco que circunscribe la trama en una metanarrativa sobre todo aquello que nos autodestruye: un tumor maligno, una enfermedad, la vejez, pero también las decisiones que nos hacen daño, las acciones con las que nos autoinfligimos dolor. Aquí encontramos los interrogantes y las obsesiones principales de la película: ¿De qué manera incorporamos la autodestrucción en nuestra narrativa como especie? ¿Qué tal que no sea un extraterrestre lo que nos quiera destruir; qué tal si somos autodestructivos por naturaleza? ¿Estar vivo no es acaso estar muriendo poco a poco?

annihilation-movie-image-5.pngMitosis o de la estructura de todos los seres vivos. Foto: Dallas Prospect (c)

Durante su segunda hora, Aniquilación se convierte en algo enrevesado, difícil de asir en su concepto. Especialmente en su clímax, argumento, estética y banda sonora se saturan y se distorsionan en su máxima potencia. En ese último arco narrativo imposible, el andamiaje argumental se empieza a desplomar, la tesis principal sobre la que toda la película se ha contado, se desdibuja, y en su lugar se nos entrega un final ambiguo con el que no queda más remedio que especular. No obstante, Aniquilación es una de esas películas con las que nos queda también la sensación de haber visto no solo una historia, sino un planteamiento astuto sobre las ideas que gobiernan el sentido común. Un planteamiento que quizá se presente con más hondura en la novela homónima de Jeff VanderMeer, que inspiró la película, pero que en todo caso es refrescante y estimulante bien sea en la literatura como en Netflix.

 

Ficha técnica
Año: 2018

Duración: 1h 55min
Género: Ciencia ficción, Terror, Drama
Director: Alex Garland
Guión: Alex Garland, basado en la novela Annihilation de Jeff VanderMeer
País: Reino Unido, Estados Unidos

 

 

Crítica Todos lo saben—las destrezas narrativas de Asghar Farhadi

Mitad culebrón mitad thriller, Todos lo saben es una historia angustiante a la vez que atrapante sobre lo que le pasa a una familia cuando cae en desgracia, es decir, cuando se conoce a sí misma.

“Pueblo chico, infierno grande” podría resumir el más reciente film del director iraní Asghar Farhadi, que abrió Cannes este año de la mano de la tríada astral Penélope Cruz-Javier Bardem-Ricardo Darín. Todos tres entregan actuaciones destacadas, aunque sin lugar a dudas el mérito de la película se encuentra en el ímpetu de su guión y en la ejecución directoral de Farhadi, que esta vez le apuesta a un registro mainstream en ambos reparto y trama, sin sacrificar su carácter y potencia autorales.

La historia transcurre en un pueblo de España, al que Laura (Penélope Cruz) regresa para visitar a su familia y unirseles en el festejo de bodas de una de sus hermanas (Inma Cuesta). Casi una extranjera en su propio pueblo natal, Laura, que desde hace muchos años reside en Argentina, viene al pueblo con sus con dos hijos, pero sin su marido, Alejandro (Ricardo Darín), que por temas de “trabajo” no ha podido viajar. El reencuentro familiar —el banquete de bodas— se convierte rápidamente en pesadilla cuando, vaticinado por una tempestad, la hija mayor de Laura, Irene, desaparece y la familia entra en desgracia. Desgracia que Paco (Javier Bardem), amigo de la familia y novio de juventud de Laura, no (se) podrá permitir. Quizá por lealtad a la familia, quizá porque el episodio le ha removido sentimientos profundos de su pasado, ¿quizá por algo más fuerte?

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De celebración a catástrofe familiar. Todos lo saben (2018). Foto: Imdb

Farhadi relata con mucha fluidez el drama de la desaparición, pero es durante la segunda hora de la película donde demuestra su talante como autor cuando desplaza la tensión de la trama hacia otros ejes: una dimensión espesa de intrigas cruzadas en la que se enredan zozobras y sospechas de la familia acerca de quién pudo haber planeado algo tan calculado a la vez que macabro. En este segundo acto, en el que se nos van mostrando secretos a medias, heridas del pasado aún abiertas, dolores y amarguras a medio fraguar, deudas no saldadas y cuentas pendientes, yace un planteamiento sobre la familia (y una amenaza constante de implosión) que hace que la cinta, mitad culebrón mitad thriller, ofrezca una propuesta narrativa original y atrapante. El director quiebra una verdad en el relato y le da a cada personaje un trozo de la misma (sobre la tenencia de la tierra, sobre la paternidad, sobre la pertenencia), a la vez que nos hace partícipes de un rompecabezas contrarreloj: ¿Tiene Irene sus medicamentos? ¿De dónde conseguirán los 300.000 euros que exigen de rescate? ¿O es todo un montaje cruel motivado por la venganza?

Todos lo saben es incisiva en su representación de las complejas dinámicas familiares. Viniendo de un contexto ajeno al y sin dominar el español, Farhadi captura magistralmente el drama de esta familia española, y en su representación aparece casi que con la claridad de un cristal un carácter universal de la familia en relación a la tragedia. Hacia el final de la cinta, lo que se ha tramado con destreza narrativa se resuelve en una coda que diluye súbitamente el misterio, pero que no por ello perdona al pasado, dejando a todos los personajes de vuelta en la espiral de la intriga, o peor aún, en la fatalidad de lo que se descubre y ya no se puede remediar.

Ficha técnica

Año: 2018
Duración: 132 minutos
Género: thriller, drama
País: España, Francia, Italia
Guión y dirección: Asghar Farhadi
Reparto: Penélope Cruz, Javier Bardem, Ricardo Darín, Bárbara Lennie, Jaime Lorente

Crítica 120 BPM—el cuerpo como símbolo de militancia social

Con 120 BPM Robin Campillo se consolida como uno de los realizadores más potentes e interesantes de cine LGBT de nuestro tiempo. Su visión logra poner en escena dinámicas disparejas de poder, voces elocuentes de denuncia al mismo tiempo que una poética visual imposible de ignorar.

Muchas historias han representado el VIH SIDA en la pantalla grande: clásicos como Philadelphia (1993), adaptaciones como RENT (2005) o The Normal Heart (2014), y realizaciones más recientes como Test (2013) o Dallas Buyers Club (2013) han tratado el tema con distintos registros y tipos de sensibilidad, enfocándose en los años críticos de la pandemia. 120 Battements par minute (120 BPM) pareciera no ser diferente y ubicarse sin problemas en este grupo de películas: es una historia sobre SIDA y muerte en la Francia de los años noventa. Sin embargo, la película logra construir una capa de análisis adicional y dinamizar el género desde su subtexto (y con su “infecciosa” banda sonora).

El largometraje, escrito y dirigido por Robin Campillo, retrata las vidas de algunos miembros de ACT UP PARÍS, una organización no gubernamental creada a finales de los ochentas, originalmente en Estados Unidos, para luchar contra el SIDA y la estigmatización social. A esta asociación activista no le bastaba con marchar por las calles o participar de foros públicos. Para visibilizar a la enfermedad y, sobre todo, a las víctimas de la misma, ACT UP utilizaba intervenciones heterodoxas, llamadas también acciones “zap”, que bien podían involucrar performances masivos que simulaban la muerte en sitios públicos (die-ins), como la transgresión del sector privado (por ejemplo, compañías farmacéuticas) mediante el “vandalismo” con sangre falsa. La primera escena arranca con una bolsa de “sangre” estallada en la cara de un panelista en una conferencia, por si no quedó claro qué se quiso decir con “heterodoxo”.

Foto: Variety

Aunque muchas veces se tildó de polémica y violenta la manifestación del colectivo social, ACT UP proponía una forma de activismo basada en la construcción de símbolos, el repensar la comunicación y la militancia social a partir del cuerpo. Todos estos elementos son conjugados muy bien en 120 BPM, una película en la que el cuerpo es contenedor de disfrute a la vez que dolor, es un instrumento de protesta y de placer, es la sustancia en la que se materializan juventud y deterioro. La corporización del miedo, la impotencia, la alegría y la valentía, es uno de los aspectos mejor logrados del film, gracias en parte a la teatralidad y fluidez performativa de Nahuel Pérez Biscayart (Sean) y la presencia física imposible de pasar por alto de Arnaud Valois (Nathan).

Otra cualidad de la película es saber puntuar una duración extensa (dos horas y veinte minutos) con elementos visuales (y sonoros) que complementan muy bien el desarrollo de la historia. A veces clips cortos de televisión francesa que dan una idea del papel de los medios de la época, dándole al film un aire de documental, y otras veces composiciones cinematográficas de una estética cautivadora: la suspensión de partículas de polvo en una discoteca que transicionan hacia imágenes microscópicas para metaforizar la adherencia del virus en células sanas, decenas de cuerpos inmóviles tendidos sobre el asfalto en el más sepulcral de los silencios, o un Sena escarlata filmado en la madrugada, desvelándonos parte del desenlace, son ejemplos de la poética visual de 120 BPM.

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Foto: cortesía Watermark

Aunque no tiene la audacia argumentativa de su trabajo anterior, Eastern Boys (2013), con 120 BPM Robin Campillo se consolida como uno de los realizadores más potentes e interesantes de cine LGBT de nuestro tiempo. Su visión logra poner en escena dinámicas disparejas de poder, voces elocuentes de denuncia imposibles de callar al igual que dimensiones sociales aparentemente ocultas pero sin las cuales no se podría analizar de manera profunda los problemas que nos aquejan hoy como sociedad. En este sentido, y porque establece un lazo que une pasado y presente, 120 BPM no es un film más sobre SIDA, es una llave para entender que la lucha contra el VIH implica una mirada más política, así como una reflexión más crítica de cómo las comunidades científicas (y farmacéutica), políticas, de negocios y de comunicaciones nunca son neutrales vis-à-vis el VIH y siempre juegan un papel determinante en la lucha por eliminar el virus. Al menos eso me quedé pensado yo en el silencio absoluto (y quizás incómodo) con el que Campillo decidió rodar los créditos del final.

Ficha técnica

Director: Robin Campillo
País: Francia
Música: Arnaud Rebotini
Productora: France 3
Reparto: Nahuel Pérez Biscayart, Adèle Haenel, Arnaud Valois, Antoine Reinartz

La insoportable vacuidad de Sense8

A pesar del tedio de la primera temporada, le di una segunda oportunidad a Sense8, la historia de ocho ciudadanos globales interconectados telepáticamente y destinados a vivir una experiencia extracorporal y suprahumana. Pero aunque esa premisa tenga cierto encanto, la serie original de Netflix tampoco cumple su promesa en la segunda temporada, y a pesar de las buenas intenciones, el tratamiento superficial de los temas centrales la hace incluso caer en la trampa de repetir discursos excluyentes.

Pero empecemos por algo bueno. La fotografía de Sense8 es extraordinaria. Por ejemplo, el primer episodio de la segunda temporada abre con una escena submarina de proporciones y belleza cinematográficas (bonus además por la elección musical que acompaña esta escena). También cuidadas con mucho esmero son las escenas de acción, coreografías que comprueban la destreza maestra de las Wachowski en el género. Y más allá del impacto visual del que Sense8 dispone, la serie no es tímida en abordar temáticas aún tabú en la televisión, logrando instalar una sensibilidad genuina y empática frente a las personas transgénero, por ejemplo, en parte gracias al excelente trabajo actoral de Jamie Clayton (Nomi). Otro ejemplo punzante es el que se intentó desarrollar con la historia de Capheus (interpretado por Toby Onwumere en la segunda temporada), un conductor de bus llamado a ser representante político de un partido progresista en Kenya, donde, por cierto, la orientación sexual sigue siendo un tema espinoso y un foco de estigmatización.

Sense8 le hace frente a estos temas de la agenda política mundial con tacto y sin miedo, pero entonces ¿por qué se accidenta tan estrepitosamente contra ella misma?

Trivializar la comunidad LGBTI

Yo sé que a todos nos gustó el homoerotismo de Sense8. Sin embargo, debo decir que no me parece que Sense8 sea el aliado LGBTI que cree ser. Lo que yo encontré en muchos episodios fue un exacerbado abuso de clichés relacionados a la homosexualidad y a la cultura que de esta subyace. Lito (Miguel Ángel Silvestre), un actor gay que sufre y disfruta la asunción de su propia sexualidad, desaprovecha todas las oportunidades que derivan de este conflicto y nos presenta una paleta de actitudes y roles que es predecible a la vez que desesperante, y que en ocasiones raya en lo paródico. El episodio en el que Marc Jacobs hace un cameo me causó escozor: ¿Todavía queremos mostrar la diversidad del mundo LGBTI limitada a un grupo eufórico de gente semidesnuda?

A mí me parece que ser aliado de una comunidad es estar a la altura de la misma y ser capaz de ofrecer una propuesta creativa que desafíe los estereotipos normalmente asociados a ella. Pero Sense8 no logra esto ni de lejos. Al menos no con Lito, que es una representación reiterativa y mal dibujada de ese conjunto de estereotipos solapados de hombre gay definido por su encanto corporal griego. La serie nos invita a ser valientes al mismo tiempo que perpetúa una imagen desacertada y dañina de la cultura gay, si se me permite utilizar ese término en esos términos. Netflix es mucho mejor que eso. O por lo menos así lo quiero creer yo cuando veo largometrajes como Oriented o Loev, o inclusive series como Please Like Me, todos productos distribuidos por Netflix, y en mi opinión apuestas mucho más constructivas frente al tema de identidad sexual.

Simplificar la multiculturalidad

Es cierto que en el gran esquema de Sense8 hay un marco discursivo que quiere proyectar la inclusión y la empatía como ejes esenciales de la experiencia humana. Pero al momento de traducir esa gran premisa en las historias entrelazadas de los personajes, las buenas intenciones se diluyen rápido por la trivialidad sistemática con la que se tratan temas como la diversidad.

El enfoque simplista de la serie muestra la multiculturalidad como una selección (monolingüe) de especímenes bellos atraídos hasta el punto de sincronizar una orgía, como la del capítulo 6 de la temporada 1. Los matices, las complementariedades, las tensiones, las idiosincrasias, las contraposiciones, e incluso las contradicciones que posibilitan, complejizan y enriquecen la diversidad cultural las habrá de tratar otra serie, porque Sense8 preferió pasar de largo con el artificio comercial de hiper-sexualizarlo todo.

Sense8 quiere transgredir narrativas sci-fi pero no elabora una mitología medianamente interesante. Quiere desarrollar personajes complejos pero, salvo a Nomi, a ninguno le alcanza mínimamente para proponer personalidades intrincadas. Quiere abarcar muchos temas de nuestro tiempo, pero no plantea preguntas profundas. Quiere afiliarse a muchas causas—la de la sexualidad liberada, la de la armonía multirracial, la de la diferencia valorada—pero es tan superflua en todo su abordaje que se atropella ella misma con todas las banderas que quiere cargar, y es tan insustancial en la historia que cuenta, que si uno quitase la sensualidad física de los ocho homo sensoriums, quedaría un vacío por el que se escurre cualquier intento de trama. Una televisión vacía. La nada misma.

¿A vos qué tal te pareció Sense8? ¿Estás en desacuerdo con lo que pienso? Escribí tus comentarios y contame qué tal te pareció la serie.