Manuel y yo

Encontrándome en la ciudad X, un día cualquiera de 2006, en el lugar donde cursé mis estudios universitarios se me sugirió encontrar a Manuel. Ese año dudas atroces habían empezado a asaltarme, dudas sobre cambiar o no de carrera, sobre lo que yo había sido e iba a ser, sobre lo que era. Como no las pude acallar del todo, me matriculé en un curso de otra carrera, un desvío de territorios curriculares. La primera vez que se me sugirió encontrar a Manuel fue por una desviación, por un extravío.

El profesor de ese curso, con el que antes debí haber cruzado alguna vez alguna palabra, dictaba clases tanto en mi carrera como en la que yo quería explorar (ambas hacían parte de la misma facultad). Y quizás por esos cruces académicos o de pasillo de la universidad, entre él y yo había cierta familiaridad atípica. Nos saludábamos por el nombre, intercambiábamos preguntas si teníamos tiempo antes de que empezara la clase. Él llegaba temprano, como yo, y en lugar de abrir el salón y esperar adentro, prefería quedarse afuera, delante del aula. En esos minutos de espera los alumnos —habituales y polizones, como yo— íbamos llegando y él nos saludaba afuera con las llaves del salón en la mano. Allí se iba creando esa familiaridad que mencioné. Afuera del salón había algo que nos horizontalizaba a todos, que nos igualaba artificialmente. Por unos instantes el profesor, sin dejar de ser profesor, no era el profesor ni nosotros sus estudiantes, sin dejar de ser nunca los alumnos. Éramos solo ese diálogo.

Y un día éramos solo él y yo. No recuerdo si fue una conversación larga o corta. De ese día recuerdo solo algunas de sus palabras: Vos deberías leer El beso de la mujer araña. Y no recuerdo mucho más, pero estoy seguro que yo no pregunté nada ni tampoco él quiso agregar algo. Y nunca sabré si esa fue una recomendación —en español también se usa el verbo deber para sugerir— o si era más bien la advertencia de una responsabilidad desconocida, de un imperativo revelado, de un deber sustantivo.

En mi casa de la ciudad X, que era la casa de mis papás, me di a la tarea de investigar qué era eso del beso de la mujer araña y por qué ese profesor, que apenas me conocía, me lo habría recomendado a mí y no a toda la clase. Internet me ayudó a saber lo primero y fue entonces cuando di con su nombre, oblicuo y evanescente como una estrella fugaz entre los nombres de Internet: Manuel Puig. De lo segundo, no lo sé, pero a esa edad y con lo poco que yo sabía de mí entonces, solo recuerdo un sobresalto, el descolocamiento de que un hombre heterosexual me recomendara un libro en el que el personaje principal era homosexual ¿Qué decía esa recomendación de mí? ¿Y qué decía de él, del profesor? ¿Y por qué sentía yo que él había visto en mí algo que yo, de manera inconsciente pero empeñada, intentaba ocultar, opacar? Y ahora que lo recuerdo, pienso que la manera en que él me lo dijo, a solas, fue también como pasar o decirme un secreto, como un gesto de clandestinidad y complicidad dicho al oído. Pero a mí eso en vez de ratificarme o gratificarme me dejaba con más dudas de las que tenía ¿No se supone que eran solo dudas sobre qué estudiar, sobre qué ser (o no) cuando creciera? Y como a mis diecinueve años no solo era dubitativo sino también atolondrado e inepto, jamás me importó buscar el libro.

El beso de la mujer araña (1976), en M, 2017

Encontrándome en la ciudad M, un día cualquiera de 2017, el libro me encontró a mí. Estaba en una mesa de saldos de un mercado barrial de fin de semana. La luz de esa tarde hizo que el encuentro pareciera una aparición. Cuando lo vi sobre la mesa —qué bonita edición, debe ser de las primeras— supe que era el momento de cumplir con el deber sugerido y advertido por mi profesor de universidad. Cuando volteé el libro, también le pude dar una cara a Manuel, de cuyo nombre no me acordaba. Ese rostro en blanco y negro de la contratapa le dio una corporalidad al escritor y el encuentro fue entonces un acontecimiento.

Leí El beso de la mujer araña ese año, en parques y en cafés de la ciudad M. Con mi sexualidad más o menos asumida, me entregué a una cautividad que hizo que me adentrara no solo en la celda de la prisión y que fuéramos tres con Valentín y Molina, sino que ahondara por primera vez en un universo en expansión, el universo Puig. Seguía sin entender las palabras del profesor: por qué entre tantos libros ese, y por qué entre los libros de Manuel este. Pero ya era tarde para la reflexión y cuando volví a la ciudad X, con el libro ya todo dentro de mí, lo quise guardar dos veces y lo puse donde están las cosas que no quiero perder, a pesar de los embates de las mudanzas y de la obstinación de la errancia.

Manuel Puig

Me interesé en Puig y en su «programa literario», como dice Alan Pauls. Leí artículos sobre su experimentación estructural y vi en mi computador las adaptaciones al cine de un par de sus libros. Me interesé en el «mal gusto» como construcción social, en la hiperestetización del melodrama, en la narración y el montaje fragmentarios, en la imbricación cine-literatura, y en la iconoclasia de Manuel, en su marginalización y en lo que hizo con ella, en su obra —a pesar de que había leído solo uno de sus libros—. Y aunque desde entonces su nombre y sus palabras fueron ya para siempre algo que habitó en mí, como una voz o como un recuerdo de alguien, un día el interés se convirtió en otra cosa más dispersa y volátil, y seguí con mi vida. Y me atrevería a decir que lo olvidé, que en los libros que vinieron después encontré otras cosas, otros nombres, otras formas de ahondamiento y entretención, de evasión y de refugio.

Encontrándome en la ciudad R, un día cualquiera de 2022, y en un momento de mi vida de dificultad y confusión, algo ocurrió, algo en lo que no dejo de pensar. Yo estaba en la ciudad R siguiendo un sueño que volaba con un vuelo muy alto, y yo tenía un ala herida. Y en esa ciudad, a la que no he vuelto y que sigue siendo para mí la ciudad más enigmática en la que jamás he estado, tuve una noche de solaz y de dicha. Vi una película, Happy Together, de Wong Kar-wai. Y ver las imágenes de esa película, seguir sus secuencias, perderme en sus calles de Buenos Aires y de Hong Kong, hizo que encontrara, como quien encuentra dos ciudades perdidas y recuperadas, dos claridades. La primera no la puedo decir aquí, o no me atrevo quizás a escribirla, porque es personal y remueve en mí un dolor. La segunda, que también es luminosa y verdad, es la ilación de eventos que siguió después de haber terminado de ver la película y que me llevó de vuelta a Manuel. (Y que acabo de decidir que es tan personal como la primera).

Happy Together, 1997, de Wong Kar-wai

Happy Together es una película de 1997 que yo vi por primera vez en 2022, esa noche de cálido amparo en la ciudad R. A mí me parecía inverosímil que nunca en veinticinco años se me ocurriera verla, ni siquiera que no la hubiera visto por error haciendo zapping en los días en que se hacía zapping o en Internet en los días en los que veía desaforadamente películas de manera ilegal. Quise leer más sobre la proeza que es esa película y no tuve que indagar mucho para descubrir que Wong Kar-wai había basado su trabajo, se había inspirado en un escritor argentino, en un tal Manuel Puig, en su novela The Buenos Aires Affair.

Temporalmente de vuelta en la ciudad M, en esa ciudad donde fui feliz, y donde para mayor alborozo también se hablaba mi lengua, ¡que también es la lengua de Manuel!, deambulé por librerías buscando alguno de sus libros y martirizándome por no haber leído nunca más otros títulos, por no haberlo buscado jamás. Al principio fue difícil y solo logré rescatar Pubis angelical (1979), en una edición bellísima, que tiene manchas de color ciruela.

Pubis angelical (1979), en M, en 2022

Y aquí ocurre una paradoja, de lo que las ciudades hacen con nosotros, y también con los libros: leí la mitad del libro en esa ciudad maravillosa (M) pero me costaba avanzar en él, encontrar algo del destello milagroso que había experimentado cuando supe que Kar-wai y Puig estaban interrelacionados en la trama de mi vida. Sin embargo, mi tiempo en la ciudad M se cumplió y tuve que regresar a la ciudad C, que es un lugar de estragos adversos en el que me cuesta sentirme a gusto, pero que es donde vivo. En el avión de regreso, con ese apesadumbramiento que dan las despedidas de los lugares donde fuimos felices, tengo todavía en el recuerdo la sensación de pasar una página y que ante mis ojos avizores el libro cambiara de registro, de género, un libro-trans; y dando tumbos en esta ciudad misteriosa y cerrada para mí, fui todavía un poco más feliz de reconocer en Pubis angelical una obra maestra en toda su amplitud y en toda su intemporalidad. Y solo ese descubrimiento hizo que replanteara todos los términos de mi relación con la ciudad C.

Pero las inverosimilitudes no terminan ahí. Antes de viajar a la ciudad C, otro día cualquiera de 2022, fui una vez más a una librería y compré algo, a manera de despedida. Antes de salir de allí lo vi: otro regalo de esa otra ciudad-regalo. El año de mi urgencia era también el año del 90 aniversario del nacimiento de Manuel, y Seix Barral había reeditado su obra: La traición de Rita Hayworth (1968), Boquitas pintadas (1969), The Buenos Aires Affair (1973), El beso de la mujer araña (1976), Pubis angelical (1979), Cae la noche tropical (1988).

Estaban ahí, en frente de mí, reeditados y vigorizados. Fue como encontrarse accidentalmente a un amigo después de muchos años y quedar con una alegría revoloteando adentro. Solo pude comprar dos de esos tantos libros, agarré uno en cada mano, y el impulso solitario se sintió como un abrazo. ¡Manuel! ¿Cómo estás? ¿Qué fue de tu vida? ¿Dónde habías estado? Y yo ¿Dónde estuve? ¿Quién fui todo ese tiempo? Me tengo que ir, me va a dejar el avión…

Encontrándome en la ciudad C, un día cualquiera de 2022, terminé de leer los libros que traje del viaje, los libros de Manuel. Sentado en una banca, como en 2017, la primera vez que lo leí, la primera vez que lo vi, pensaba cómo fue que ocurrió todo esto, cómo es que tardé diez años para seguir un consejo y casi veinte para hacer de esa recomendación un tesoro y una búsqueda. Cómo es que se urde esa red de amistades imaginarias y de afectos de interdependencia, de vínculos entre la vida y los libros, entre escritores y lectores; cómo es que aparece un maestro y cómo nos preparamos para ese encuentro.

The Buenos Aires Affair (1973), en C, 2022

Para resquemor de todos mis detractores, todavía me queda una alegría más y es saber que aún no he leído todas sus historias, que aún hay libros de Manuel que todavía no he abierto. A ellos, no a mis detractores sino a esos libros no leídos que van circulando por las ciudades en las que he y no he estado, yo los invoco: alcáncenme, tóquenme, completenme, hablenme del misterio de una vida real signada por ficciones, háganme lector.

Breve biografía bibliográfica

No te he dado ni rostro, ni lugar alguno que sea propiamente tuyo, ni tampoco ningún don que te sea particular, ¡oh Adán!, con el fin de que tu rostro, tu lugar y tus dones seas tú quien los desee, los conquiste y de ese modo los poseas por ti mismo.

Pico della Mirandola

Oratio de hominis dignitate

Prólogo de Opus Nigrum

  

 

El día que anunciaron el confinamiento por Covid-19 yo cumplía treinta y dos años. La orden preventiva de resguardarse me encontraba a 800 kilómetros de casa. Lo meditamos y ponderamos opciones. Interrumpimos a nuestro pesar el viaje, la celebración, el fin de semana. Nos metimos en el carro y nos devolvimos con los ánimos contrariados, pero anhelando volver a casa. No hablamos en el camino, apenas palabras dichas a medias. Las siete horas de viaje las llené con música. No tanto para llenar el silencio del carro, sino para acallar unas voces abismales que me recordaban que el mundo afuera era vulnerable e incierto, que estaba cambiando, mostrándonos algo. Además de la música, tenía un libro en mis manos. Desde hace unos años tengo la costumbre de llevar libros conmigo. Lo apretaba. 

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13 de marzo de 2020. Primer día de confinamiento.

Mi primer contacto con Opus Nigrum fue en la universidad, a mis veinte años. Era parte del currículum de Introducción a la literatura francesa, una materia que, a pesar de la gravedad y el respeto que inspirara su maestra, Blanca Nora, yo no me tomaba muy en serio. Para mí esa no fue una buena época. Yo lidiaba con otros temas: la enfermedad en la familia, mi sexualidad extraña y un tardío reconocimiento de mi lugar socioeconómico en la sociedad, el despertar de una cierta conciencia de clase. La novela histórica y la literatura moderna francesa no me convocaban. Por desinterés pero también por escasez de otros medios, fui práctico y frugal. Presté el libro de la biblioteca. Me aseguré que fuera la versión en español, lo que contradecía todo el propósito del curso, y fotocopié solo la segunda parte (que se titula La vida inmóvil). Leí las fotocopias y escribí el reporte en el mejor francés que pude, confiando más en el diccionario Larousse que en mis propias ideas. He olvidado lo que escribí, cada palabra, y si pensaba si eso que había escrito era bueno o no. Lo que no olvido —y este es quizás el único registro que tengo de la clase— es a Blanca Nora decir, en el momento en el que me devolvía el trabajo evaluado: “Su ensayo no es el mejor, pero hay algo en él muy suyo”. 

 

Doce años pasaron y jamás volví a enterarme de Marguerite Yourcenar. Hasta que un día la volví a ver en una lavandería. Ese tórrido julio yo estaba en Barcelona por un curso de verano. Caminé por Sants, donde me hospedaba, buscando dónde lavar mi ropa. No tuve que caminar mucho hasta encontrar una lavandería autoservicio, ese lugar raro que me sigue pareciendo a la vez encantador e incómodo. (Los colombianos podremos compartir (y carecer de) muchas cosas, pero ¿una máquina lavadora?). Como tantas sorpresas me llevé en esa ciudad, en la entrada había un estante enclenque con libros. Mientras mi ropa giraba en espiral, me detuve a ojearlos. Uno en particular sobresalía porque no tenía título en su tapa, que era de empastadura textil gris, quizás tarlatana, con esa calidad de las cosas bellas pasadas. Lo abrí y en la segunda página leí: Marguerite Yourcenar. Memorias de Adriano. Recordé a Blanca Nora. Me recordé a mí mismo a los veinte años.

 

Empecé a hojear el libro. Tenía además algo que me fascina: marcas. Resaltados, subrayados, garabatos trazados con mucha fuerza y poco pulso en algunas de sus páginas. Lo que Abad Faciolince llama “una pequeña biografía” de ese lector o de esa lectora. Esta edición se había publicado en 1989 —veintiún años después de su publicación original en francés, L’Œuvre au noir— como parte de una serie llamada “Narradores del Mundo” del Círculo de Lectores. Fue además traducido del francés al español por Julio Cortázar. Era un espécimen no despreciable ¿cómo podría haber llegado a esa lavandería de Sants? Tomé esa interrogación con tufillo de indignación como una autorización, como si viera, sin haber leído una sola página, un valor que emanaba del libro y que yo debía salvaguardar. Lo cerré y me lo llevé conmigo. Ropa limpia y un buen clásico. (Habitantes de Sants: espero regresar algún día y reparar el robo, dejar otro buen libro en retorno).

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Retrato de Antinoo. Período adrianeo tardío (130-138 d.C.)

Mi curso se terminó como se terminó el verano. Me fui de Barcelona y Memorias de Adriano tuvo un lugar especial, imperial, en mi biblioteca en casa. Tampoco lo leí entonces. Esta vez ya no por desinterés sino porque siempre había algo entre el libro y yo: compromisos, deadlines, otros libros, la vida, qué sé yo. O quizás porque tendría que esperar un poco más hasta que la voz de Yourcenar me encontrara a mí.

 

Algunos meses después de ese verano, dos semanas antes de cumplir treinta y dos años, estaba en la casa de un amigo. Habíamos quedado para cenar. Por las operaciones lúdicas y sorprendentes de la conversación, y porque mi amigo es un conversador entrenado, llegamos a hablar de Brujas, la ciudad belga, y de la Escuela Flamenca, también de Brueghel, el Bosco, y de un libro que él había leído y que me recomendaba ampliamente para entender mejor ese otro fresco renacentista: Opus Nigrum. Lo sacó de su propia biblioteca y me lo prestó. Este va a ser el libro que lea para mi cumpleaños, le dije.

 

Lo empaqué en mi bolsa de viaje, para tenerlo a mano y leerlo en los ratos libres, pero la vida me tenía otros planes y llegamos al punto de anclaje de esta breve biografía. Justo después de empezarlo a leer tuve que aislarme en casa porque un virus se propagaba aceleradamente por los cinco continentes. Para combatir la incertidumbre, me propuse para el encierro leer a Yourcenar en las horas de tedio. Opus Nigrum y Memorias de Adriano. Los dos. Leerlos era de alguna manera un proyecto y un mandato. Si la espera es larga, que sea literaria.

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Libro prestado. Yourcenar, M. (2003). Opus Nigrum. Madrid: Suma de Letras.

Fue así como pasé muchas horas cautivado por la sensibilidad epistemológica de Zenón. Ese personaje hecho de referencias y guiños a Paracelso, a Campanella, a Leonardo. Pero también construido a punta de pulso y poesía. Opus Nigrum es, entre muchas otras cosas, un libro sobre el momento bisagra entre dos episodios históricos: el crepúsculo oscurantista de la Edad Media y la conciencia incipiente de una era en la que la humanidad renacía. Yourcenar lo explica mejor: “sigue aún discutiéndose si esta expresión [Opus Nigrum] se aplicaba a experiencias audaces sobre la materia o si se entendía como un símbolo de las pruebas del espíritu que se libera de rutinas y prejuicios”. Yo mismo me preguntaba si el libro no era en sí, por antonomasia, un símbolo del cambio en mi vida, en el mundo, que se viralizaba, se transmutaba al tiempo que yo pasaba las páginas. Solo hasta ahora (y no doce años atrás), leerlo tenía (ese) sentido. 

 

Al pasarlas, de los pliegues entre páginas de Memorias de Adriano caían pequeños granos sobre el escritorio. Cuando los quise inspeccionar me di cuenta que eran arena. Tenía algo de los arrecifes de Barcelona en casa. Sobre los subrayados de esos otros lectores anteriores a mí, hice lo propio y marqué los míos. Mi propia breve biografía anotada en los márgenes de ese clásico colosal. Aunque sea cliché, qué le vamos a hacer, en el aislamiento, ambos libros (como tantos otros) me permitieron escapar a otras patrias, deslizarme por mundos vertiginosos aun viviendo la vida inmóvil. Pero sobre todo, me dieron algo todavía mucho más importante que el distanciamiento social: un acercamiento a mí mismo.

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Marcas. Pequeñas biografías bibliográficas.

Las tribulaciones de mis veinte años, las palabras de Blanca Nora, los amores y tristezas interinos, Barcelona y sus vapores y voluptuosidades, la experiencia vital, y ahora incluso la angustia de un mundo pandémico. Todo me ayudó a comprender apenas un poco más, un poco mejor, por qué tuve que esperar tanto para leer, de verdad, a Yourcenar. Para escuchar su voz brotar desde la eternidad. “La vida me aclaró los libros”.

 

Vamos a casa. El día termina con un resplandor sedante que yo miro desde la ventanilla del carro. Cierro los ojos y desde adentro de mis párpados siento la tibieza de una lágrima. Aprieto el libro. Es mi amuleto.

 

La vorágine vuelve

“Ligarse a la patria es vincularse al universo y a la vida”

– José Eustasio Rivera

Hoy leí que en Colombia marcharon más de doscientas mil personas para protestar contra el gobierno. Vi en una foto de la noticia una pancarta que decía: “Nos quitaron hasta el miedo”. Por el álgebra del azar, ese mismo día pasé por una librería y vi en los apilados de segunda una edición de La vorágine de José Eustasio Rivera. Colombia cifrada en palabras. Compré el libro por 1,50 euros —menos de lo que cuesta un café—, más por el orgullo de no verlo languidecer en una librería extranjera que por ganas de leerlo. Pero luego, cuando estoy de regreso en mi casa, decido abrirlo, solo para ojearlo (me digo), para complacerme en el olor del papel viejo, pero en el prólogo leo esta cita de Rafael Maya y entonces todo cambia:

Defendamos la obra de Rivera porque constituye una preciosa parte de nuestro patrimonio moral, y porque ella sola contiene más elementos de soberanía nacional que la ficción misma del Estado.

Esta frase, que me parece rotunda en su vigencia, me llama poderosamente a leer el libro —tiene que ser este, ahora, y no otro, siento—, así que paso la página para comenzar la lectura en serio, sin saber que la siguiente frase, la primera del texto, me afectará aún más y me obligará a cerrar el libro por un instante —Colombia de lejos; Colombia tan lejos— y luego abrirlo de nuevo para ya no cerrarlo más: 

Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia.

Estas son las palabras que escoge Rivera para comenzar su relato, un libro que empezó a escribir veintiséis años antes que estallara el periodo de La Violencia en el país, y que publicó ochenta y dos años antes de que se firmaran los Acuerdos de Paz. En casi un siglo de vida de la obra, se habrá teorizado abastanza sobre el clásico colombiano, ya lo sé. Y sé también que mucho más se dirá en unos años, cuando en 2024 cumpla su centenario de publicación. Pero no me adelanto tanto y solo me pregunto qué encontraré en el libro en este momento de vorágine y vértigo por el que atraviesa Colombia.

Es ese plano de lectura —el único en el que puedo pensar ahora, el de actualidad sociopolítica— sobre el que voy a leer La vorágine como un libro de denuncia y enunciación. Lo primero es menos difícil de explicar: al estilo de las crónicas de Indias, Rivera relata con estupor las atrocidades cometidas contra los pueblos indígenas y campesinos en zonas limítrofes de una Colombia que apenas comenzaba a delinearse geográficamente en el cambio de siglo. A través de la voz de Arturo Cova, el autor condena la destrucción por parte de las caucherías y del extractivismo desaforado, la fiebre del “oro blanco”, que dejaron daños irreparables en Vichada, Inírida, Vaupés y Guaviare (y tantos otros lugares más), y lamenta, casi haciéndolas suyas, las marcas de la desolación en pueblos, mujeres, familias y otros ecosistemas:

El árbol, castrado antiguamente por los gomeros, era un siringo enorme, cuya corteza quedó llena de cicatrices, gruesas, protuberantes, tumefactas… (p.158)

Así, el libro es una fábula —adelantada a su tiempo— del libre comercio irregulado, aquel en el que prevalece el rédito productivista por encima de la dignidad humana; un relato de advertencia de lo que puede pasar cuando los gobernantes solo son meros empresarios, o peor aún, cuando son cómplices de los para-Estados, de los que dirá: “Funes es un sistema, un estado de alma, es la sed de oro, es la envidia sórdida. Muchos son Funes, aunque lleve uno solo el nombre fatídico” (p.232) porque “en Colombia pasan cosillas reveladoras de algo muy grave, de subterránea complicidad” (p.169). 

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Pero lo que más me sorprende de leer La vorágine ahora es encontrar un acto de enunciación. Lo que se cuenta —y denuncia— será igual de importante como el lugar desde el que se escribe, desde donde se enuncia. Nunca relatado desde la perspectiva de un extranjero (como en El río de Wade Davis o incluso en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad), La vorágine es el lamento de un colombiano —en una época en la que era aún mucho más difícil saber qué quiere decir ser colombiano—, que al constatar que “a esta pobre patria no la conocen sus propios hijos, ni siquiera sus geógrafos” (p.245), enuncia una identidad colectiva compartida, a la que pertenece, y a la que descubre en la danza, en el dolor, en el fuego, y a la que ya jamás podrá ser indiferente: 

Tendido de codos sobre el arenal, aurirrojo por las luminarias, miraba yo la singular fiesta, complacido de que mis compañeros giraran ebrios en la danza. Así olvidarían sus pesadumbres y le sonreirían a la vida otra vez siquiera. Mas, a poco, advertí que gritaban como la tribu, y que su lamento acusaba la misma pena recóndita, cual si a todos les devorara el alma un solo dolor. Su queja tenía la desesperación de las razas vencidas, y era semejante a mi sollozo, ese sollozo de mis aflicciones que suele repercutir en mi corazón aunque lo disimulen los labios. (p.112)

Y más adelante, contemplando el silencio de la selva, me parece que se refería a los colombianos y no a los árboles cuando dice:

[Q]uejábanse de la mano que los hería, del hacha que los derribaba, siempre condenados a retoñar, a florecer, a gemir, a perpetuar, sin fecundarse, su especie formidable, incomprendida. (p.114)

Lo que no es una conjetura mía, es lo que leo en la página 144, algo que Rivera pensó de nosotros antes de que pasara todo esto que nos está pasando: “dicen que [los colombianos] somos insurrectos y volvedores”. En páginas como esta, tengo que detenerme a pensar, otra vez, en Colombia, en lo que significa ser colombiano. Esto es en realidad lo que Rivera se propone: hacernos pensar en el país como problema, como causa, como identidad, como patrimonio, como valor, porque, en sus propias palabras: “ligarse a la patria es vincularse al universo y a la vida”. 

Casi sin darme cuenta llego a las últimas páginas del libro, al término o al comienzo, no queda claro, del viaje homérico de Cova, al clímax en el que el protagonista dejará de huir de los peligros que lo acechan, y en un acto de valentía mirará a los ojos su destino, lo enfrentará y, “cual sordo zumbido de ramajes en la tormenta”, presentirá que la vorágine lo encontrará y lo devorará. Esa vorágine, su verdad, su fuerza, su furia, su herida, su misterio, su potencia de creación, vendrá también por mí; vendrá, temprano o tarde, por ti. No le tengamos miedo nunca más.

 

 Edición de referencia

Rivera, J.E. (1997). La vorágine. Bogotá: Presidencia de la República.