Platónico y cachetón

Hace unos meses leí que el ejército talibán había secuestrado, torturado y asesinado a Hamed, un estudiante afgano de medicina, por ser gay. Su pareja, Bahar, decía en una entrevista a medios de Occidente: «Éramos como cualquier otra pareja de enamorados en el mundo pero el Talibán nos trata como criminales.»

Pensaba en esas parejas y esas vidas que viven sus enamoramientos y amores a ocultas, en las formas subrepticias y profundas en las que se expresa el ser y el afecto. Y a pesar del agobio que me dejó leer el artículo no me quedé pensando en la muerte de ese chico sino en cómo vivió su vida. Y desde Kabul a Medellín trazaba arcos imaginativos y comparativos, algo que me acercara a Hamed, algo que me ayudara a comprender. Y fue pensando en esto que recordé un audio que circuló viralmente hace unos meses: lo busqué y escuché de nuevo, muchas veces, y aunque cuando lo oí por primera vez me reí, esta vez lo escuché con un poco más de seriedad, quizás para encontrarle un significado del que no me había percatado antes.

En ese audio, que dura un escaso minuto, un individuo llama a su amado y le declara sus sentimientos, no de manera directa —aunque un poco sí— sino como haciendo círculos alrededor de las frases. Como si se tratase de un cantor popular declamando versos de amor anónimos. Lo corteja. No sabemos sus nombres ni cómo se conocieron, ni siquiera sabemos si han interactuado antes. En la llamada solo sabemos que a uno, al destinatario, se le conoce como «el peinadito» —aunque el emisario le diga «cachetón»—.

Platónico y cachetón

Dicen que los hombres gays son muy físicos y carnales, que su culto al cuerpo es una herencia helénica y al mismo tiempo su propio ahogamiento en el estanque de Narciso. Pero a la declaración de amor que asistimos no es el cuerpo lo que se quiere admirar y adorar, lo que despierta la pasión del llamante parece ser más etéreo y difícil de asir. Nuestro protagonista dice, un tanto titubeante —no de su deseo sino de que sean estas las palabras correctas—: tienes una energía tan linda, papacito… ¡Uff, qué energía!  Y un poco antes lo ha dicho quizás con un poco más de tino y precisión, casi como un lamento: yo quiero escucharte. Como si el oído y por extensión la voz fueran los órganos eróticos buscándose. Pero no solo es un amor platónico. Lo que en el deseo es apertura, ampliación y conflagración, en la llamada se dice de manera circular y natural, casi somática: Papi, sabés qué, ay no, cuando yo te escucho, ay, me da de todo, se me abre el culo, me da de todo. «Yo te escucho…»

Almodóvar en Medellín

Como en una escena de Almodóvar, toda la acción ocurre durante una llamada telefónica, o sea más preciso decir un mensaje de voz de WhatsApp, que nos quita la certeza de saber que el interlocutor está del otro lado, pero que nos da la ilusión de ser escuchados y preservados en el tiempo, porque como una canción de verano, podemos repetir el audio una y otra vez, podemos viralizarlo, como de hecho ocurrió, al punto de que mujeres y hombres de la Medellín postmoderna y almodovariana intercambien códigos haciendo referencia al llamante, a nuestro protagonista. Sus palabras y sus formas también como parte de un lenguaje y un imaginario emocional colectivo. Medellín, ciudad del querer queer. No nos quepan dudas y remitámonos siempre a las evidencias.

The queerest of the queer

Hay veces en que me incomoda usar la palabra queer, pero otras, como esta, no solo me conviene para ilustrar lo que quiero decir sino que también me sirve para encontrar equivalencias en español de lo que llamamos queer —o cuir, como lo grafican algunos—. En la llamada lo queer no es que el protagonista se declare marica; lo queer es su hospitalidad. El llamante dice: A mí me gustaría yo invitarlo a mi casa y conocerlo. (Todo en esa llamada parece ser invitaciones a que se abran puertas y compuertas.) El espacio en el que se vive, y todo lo que en él se contiene, como un ofrecimiento y el preámbulo para que se dé el encuentro. El protagonista plantea esto último como una entrega en la que él está dispuesto a dar al amado todo lo que sabe hacer, todo lo que es, en este caso, poéticamente, un estilista profesional —o lo que en Almódovar sería un aestheticien.

Al final de la llamada hay una sorpresa, un giro de trama, y un tercer personaje enigmático irrumpe en la escena y reconfigura toda la conversación. Es esto, y sus palabras, lo que se ha viralizado y lo que he escuchado a mis amigos decir, repetir, lo que se ha memeficado. Ojalá, pienso, todos repitiéramos de vez en cuando también las palabras del llamante, qué energía, te invito a mi casa, se me abre el culo, me da de todo. Palabras que pueden darnos risa, pero, si las escuchamos atentamente, algo más. Signos que nos pueden enseñar sobre el afecto (en todas sus posibles manifestaciones) y sobre la diferencia, sobre la generosidad. Signos que nos pueden ayudar a construir otro sistema de entendimiento del mundo. Signos, creo que yo, que tienen la potencia de resistir y desbaratar regímenes sociopolíticos. Ojalá pues estas palabras también circularan de boca en boca y nos hicieran conocer, respetar, —y si tenemos suerte— admirar y aprender de las vidas ocultas de la ciudad, de tantas otras formas de querer, del querer queer. Quizás solamente así, desde Medellín o desde cualquier otro lugar, podamos empezar por ofrecer un tributo a Hamed.

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The Guardian. Gay Afghan student ‘murdered by Taliban’ as anti-LGBTQ+ violence rises. 18 octubre 2022.

Ve cacheton ve audio es correcto.

[Transcripción]

Oíste cachetón, ve, yo no sé cómo te… Todo el mundo te grita y te dice dizque el peinadito. Yo no sé, yo te veo como en el perfil de la foto con una mujer, será tu esposa, no sé. Papi, sabés qué, ay no, cuando yo te escucho, ay, me da de todo, se me abre el culo, me da de todo, yo quiero escucharte, eres divino, tienes una energía tan linda, papacito, ea emaría guevón, en serio, vea, ¡kh! Te lo juro. ¡Uff, qué energía!

A mí me gustaría yo invitarlo a mi casa y conocerlo, o que usted me lleve a su casa y me presente a su esposa, le dice que usted conoció a un marica en un grupo y ya. Y la motilo, y lo (a)motilo a usted. Yo soy estilista profesional, yo sé hacer de todo, dígale a mi papi que está conmigo aquí a mi lado…

—Amor, ¡¿Cierto?!

[Silencio]

—Es correcto

Disritmia salsera

«¡Oh! ¿Qué será? ¿Qué será?»

De mis años de estudiante universitario recuerdo poco. Pero dos cosas retengo en la memoria a pesar del tiempo: la música que acompañó aquella época párvula y los amores imaginarios de ese pasado irreconocible. Escuchábamos mucha música en inglés, sobre todo rock. Los viernes íbamos a Bantú, un bar estrecho y desangelado que quedaba cerca a la universidad. Muchas veces era imposible encontrar un lugar adentro, así que elegíamos la acera de la calle para sentarnos a tomar una o dos cervezas, y el callejón, por el que casi nunca pasaban carros, se llenaba de humo de cigarrillo, de una densidad bohemia, de canciones de Oasis, Radiohead, The Cure, The Verve, Blur.  

Otras veces, esos tantos viernes después de clase, alguien ofrecía su casa para tomar algo y comenzar el fin de semana. De manera tácita se designaba a alguien para que pusiera la música, que casi siempre era la clave principal para que la fiesta fuera considerada una buena rumba o no. Mis amigos intercambiaban CDs MP3 con cientos de canciones de muchos géneros: electrónica, house, R&B, pop, rock en español. Había engravados en esos discos cierta nostalgia temprana por los noventas, la época en la que la mayoría de nosotros fuimos adolescentes, y también una extraña tendencia a incluir música bailable, “un momento tropical”, como decía Mónica, una chica que recuerdo por su sofisticación femenina. Esos dos espacios: la calle y las fiestas con mis amigos fueron una gran escuela musical para mí durante esos años borrascosos de juventud.

Una noche, en casa de Luz, una amiga, Verónica alzó su vaso de ron para pedir la palabra en medio de la algarabía y dijo «Ponete Mi sueño o algo de Willie». Esa es la primera vez que tengo conciencia de haber escuchado a Willie Colón, cuya música seguramente había oído ya muchísimas veces. Con esa lucidez primera, esa noche me fueran dadas dos verdades: una sobre mi sexualidad y otra sobre la música.

Mi sueño es una canción escrita originalmente por Martinho Jose Ferreira en portugués, idioma en el se titula Disritmia. En su versión salsa tiene unas trompetas heráldicas y unos arreglos extraordinarios, además de un lirismo difícil de encontrar en las letras del género, y que Willie Colón supo trasladar al español con la sensibilidad retórica con la que los versos fueron escritos en su lengua original. La canción tiene un estribillo estridente y virtuoso en el que se destacan a la vez que se ensamblan aires, cuerdas y percusiones. Fue en ese pasaje sin letra cuando noté que Carlos estaba sentado frente a mí, moviendo los pies al ritmo de la canción y haciendo con las manos gestos sutiles que simulaban tocar la guitarra que sonaba de fondo.  

Era un compañero de clase enigmático. Mayor que la mayoría de nosotros, porque ya había terminado una carrera, trabajado, viajado, y ahora había decidido estudiar de nuevo. Casi nunca se le veía después de clase, por eso me sorprendió verlo sentado en un mueble de la casa de Luz esa noche de faenas estudiantiles. Conocía tan bien la canción y su juego de movimientos era tan preciso y sincronizado con la música que por un instante pareció que fuera de sus manos moviéndose en el aire y no del estéreo de donde emanaban esos sonidos portentosos. Cuando desprendí la mirada de ese pequeño acto de encantamiento me di cuenta que me miraba. «¿Te gusta la salsa?», me preguntó, encontrándome fuera de base. Yo le dije que no tanto, y a él se le dibujó una sonrisa que yo no alcancé a interpretar.

Se acercó a mí, desprendiéndose de la silla y estirando el cuerpo, que cambió de eje cuando puso una mano en mi rodilla. Como si me quisiera decir un secreto, su boca se volvió a abrir para decirme: «Ese álbum es muy bueno». Erizado por esa proximidad de los cuerpos, yo apenas tuve tiempo de pensar en lo que había dicho, y sobre todo en lo cerca que estaba. Inclinado en diagonal sobre mí, me di cuenta que Carlos alargaba la otra mano para alcanzar su vaso de ron, que reposaba sobre la mesa justo a mi lado. Cuando lo agarró se replegó sobre sí y me quitó la mano de la pierna. Sin que yo pudiera responder nada, lo vi levantarse y adentrarse en el tumulto de personas que bailaban en una sala demasiado pequeña para tantos cuerpos. Yo me quedé en el mueble electrizado por ese breve instante de un erotismo nuevo, mientras Willie Colón pedía ser pacificado por el aguardiente de un amor profundo.

Me tomó muchos años descubrir que «Fantasmas» (1981), donde se incluye Mi sueño, no solo fue el disco de mejores ventas de la FANIA hasta el momento, sino que fue un disco que implicó un punto de quiebre en la manera de entender y producir música latina. Es un corpus musical experimental, de una ingeniería exquisita, de naturaleza sinfónica y coral. Es sobre todo una obra heterogénea, en la que Willie Colón le apostó a la convergencia de ideas, de ritmos, de geografías, y por extensión, de mitologías locales, de tramas conceptuales, de sentires. «Fantasmas» es un símbolo iconoclasta, es más que salsa, es una disrupción creativa del boogaloo. Es a la vez la fuerza creadora de Chico Buarque, la poética tanguera de Eladia Blázquez, la sensualidad expandida de Martihno da Vila. Es un opus magnum de remix y fusión.

A Carlos no lo vi nunca más en mi vida. No volvió a la universidad después del primer semestre. Nunca fuimos amigos en Facebook, que para la época era algo anacrónico. Nunca supe nada de él, hasta que muchos años después de habernos graduado, en una reunión de compañeros de clase, me atreví a preguntar qué habría sido de su vida. El ritmo de la conversación se interrumpió con mi pregunta y en una seriedad típica de adultos, me contaron que Carlos había muerto hacía un par de años. Una anormalidad crónica en su metabolismo lo precipitó a su muerte en sus tempranos treinta años. Se cambió el tema rápidamente con la facilidad de las anécdotas banales, y yo me llevé a la boca un sorbo de mi trago. Me supo a metal.

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Hace poco leí que para Stravinsky, la música nos es dada con el único objeto de establecer un orden en las cosas, incluyendo de manera especial, la relación que existe entre el ser humano y el tiempo. En ese momento en Medellín, cuando tenía menos de veinte años, yo era incapaz de establecer cualquier mínimo de orden en mi vida. La música me fue dada para otras cosas, a veces creo que con el único objeto de presentir que el mundo sensual y el mundo sentimental a veces están más cercanos el uno del otro de lo que parece. Esas horas nocturnas de humareda en las que yo era tan joven y todo me parecía nuevo, esas horas bohemias y taciturnas de dark salsa en mi ciudad, ese brillo que Carlos irradiaba solo con su presencia y que dejaba como una estela evanescente por donde pasaba, esa bella cadencia de los cuerpos entregados al baile, esas tumbas que retumban como ecos que tasan la Vida y la Muerte, vienen a visitarme de vez en cuando en noches como esta, vienen como rumores que susurran en las alcobas versos de trova. Son mis fantasmas.

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