Alta carga viral

Hay una canción de Gepe que dice:

Y descansar / y despertar mucho mejor

No es una canción sobre recuperarse de un revés de salud, pero yo la escuché durante un tiempo en el que estuve enfermo. Era invierno y yo tenía una infección que me fue transmitida sexualmente. La enfermedad —la condición en la que me encontraba— no era tanto dolorosa como era incómoda y vergonzante. Y con ella también vino un doblez urticante de ansiedad. Yo escuchaba a Gepe y sus frases dulces me parecían ajenas y lejanas, como un paisaje que quería imaginarme, pero que no llegaba a siluetarse, que no podía visualizar. Yo quería despertarme y sentirme mucho mejor. Hacer mías esas palabras. Y pasó. La infección cedió y me sané después del tratamiento.  

Y pensaba de nuevo en aquello porque hace poco escuché una canción llamada «Hideous» (2022) de Oliver Sim y me di cuenta que son muy pocas las canciones que hablan de la enfermedad como una experiencia humana universal (y sin hacer de ella una tragedia). Todos nos enfermamos como todos nos (des)enamoramos. Todos padecemos de algún síntoma alguna vez, a todos nos ha aquejado un desvío, una insuficiencia, una anomalía, una patología.

La canción es conmovedora y punzante: Sim, con su voz vulnerable de terciopelo sensual, canta sobre sentirse horrible, sobre la mirada alienante del otro, sobre la desintegración y la duda. Y en el puente, un estremecedor falsetto de Jimmy Somerville le responde y le ampara, formando una figura de dúo geométrico, como una pietà musical. Hacia el final de la canción se escucha:

He vivido con VIH desde los diecisiete / ¿Soy horrible?

Fotograma de Hideous. Fuente: MUBI.

Hilando canciones, haciendo imaginariamente una playlist, pensé también en Willie Colón y en «El gran varón», que es quizás una de las primeras canciones en español en hacer referencia al VIH. La canción —que algunos de ustedes dirán es problemática y que dista del espíritu de nuestro tiempo— me gusta porque está narrada no desde quien padece la enfermedad sino desde su familia, concretamente desde el padre, y porque pone en relieve el dolor de la indiferencia, su soledad, su trauma y su, en aquella época, completa incomprensión. En un punto no bailable la canción cambia de tono, desciende en fade out, todos los instrumentos están por desvanecerse, excepto el piano y la voz de Colón, que repite el nombre de Simón, llamándolo, recordándolo, nombrándolo. Y vuelven el coro, las congas, los platillos, las trompetas:

Simón /

Si-món / Oh oh oh /

Oh oh / Simón

Y también a principios de los noventas, en «El fallo positivo», Mecano —aunque tampoco se atrevía a decir SIDA— cantaba de un virus que navegaba en el amor y declaraba con mucha elocuencia que la ignorancia también es un mal, también mata. Porque cada enfermedad trae consigo una sombra de aprensión social. Ideas infundadas, estigmas. No todas las enfermedades tienen antídoto y ninguna está eximida de su propio espanto, de su estúpida sentencia. Y que treinta años después en las letras de las canciones que escuchamos siga habiendo ese vacío (ese no decir que Oliver Sim rompe de manera valiente) evidencia que la enfermedad sigue siendo un tabú en nuestra sociedad.

Fue tu condena un nudo de dolor / La estúpida sentencia

Ana Torroja en concierto. Principios de los 90. Fuente: El País

También recuerdo que un año antes de «Aidalai» de Mecano, en 1990, hubo una canción que contaba una historia de enfermedad mental. O de lo que creemos y sentenciamos como enfermedad mental. Porque siempre hay dos enfermedades: la que se desarrolla dentro de uno, la que albergamos, y la que los otros ven, la que los demás perciben y señalan. Y así salto del brit-pop cosmopolita de Oliver Sim a mi lengua, a la lontananza de la balada, a José Luis Perales, a su sensibilidad y sus imágenes. Y me doy cuenta de algo que ya sabía: a veces, entre todas las canciones, una es aliciente y liberación.

Y los muchachos del barrio le llamaban «Loca» /

Y unos hombres vestidos de blanco le dijeron «Ven» /

Y ella gritó «¡No, señor! Ya lo ven, yo no estoy loca /Estuve loca ayer / Pero fue por amor»

Una curiosidad: decimos que hay canciones contagiosas. Infecciosas, como dirían en inglés. En el mundo en el que vivimos hay al mismo tiempo pandemias y canciones virales. Virulencia y contagio ocurren en ambas la enfermedad y la música. Alguien reproduce o nos enseña una canción —y qué es eso sino un estrecho contacto— y de repente no nos la podemos sacar de la cabeza. Tres o cuatro notas inoculan en las secuencias espiraladas de nuestro genoma emocional. La canción incuba en nosotros. Y nos muta, nos transforma. Y así la olvidemos, está en nosotros. Y si es animada, nos pone a bailar, nos tras-torna. Genera en nosotros lo contrario al anticuerpo. (¿El todo-cuerpo?).

No sé por qué una canción me llevó a la otra. Y luego esa a pensar en otra cosa más, que es recurrente y la misma. En fin. Termino diciendo que importa que se cante también sobre la enfermedad, no como fatalidad sino como experiencia intrínseca a la vida, a la naturaleza. Importa que cantemos sobre muchos tipos de enfermedades, no solo las transmitidas sexualmente. Las visibles y las que no vemos. Las del cuerpo y las de la mente (que no son tan disímiles ni contrarias como se nos quiere hacer creer). Sobre cómo las llevamos, las sobrellevamos. Sobre cómo hacen parte de nuestra vida. Cantar para quizás algún día concebir de otras formas a la enfermedad. Importa cantar y buscar otros significados. Importa cantar para sanar. Cánticos que, así no nos curen, nos alivien.

Canciones dobladas

Cuando vemos cine sabemos casi con certeza que una película es foránea. Con los libros traducidos podemos sospecharlo. Pero ¿sabemos cuál es la proveniencia de la música que escuchamos?

Hace poco vi por primera vez 5×2 de François Ozon, una película linda de 2004 sobre la que no voy escribir. La menciono porque verla fue el disparador de una reflexión que tuve sobre la relación entre música e idioma, sobre originalidad y copia, que es de lo que se trata esta breve nota. Antes de terminar el primer tercio del film, hay una escena en particular que me conmovió, es decir, que no me dejó indiferente: los protagonistas (Valeria Bruni Tedeschi y Stéphane Freiss), ambos muy guapos, ofrecen una cena a dos personajes secundarios, también muy guapos, y todo en el ambiente es sexy y tensado y en un punto pareciera enturbiarse. En el fondo suena Sparring Partner de Paolo Conte. Y esa canción me desconcentró porque yo estaba seguro de haberla escuchado antes. Me suena, pensé. ¡Pero de dónde! Y a medida que la escena avanzaba yo reafirmaba mi sospecha y al mismo tiempo me crecía un desasosiego por no saber ubicarla exactamente en mi memoria, en mi registro de canciones. 

Esa sensación disparada por la música de la película me remontó a una noche de poca fortuna, hace un tiempo ya, en la que descubrí que una canción en español que a mí me gustaba mucho era en realidad una adaptación de una canción italiana. Yo soy hijo de la era de los covers —¿una palabra que parece no tener equivalente en español?— y tenía una noción, relativamente enterada, de que algunas canciones habían sido adaptadas al castellano, y en este idioma fue como las conocí primero, como las aprendí y como las canté. Después crecí y más de una vez me burlé de las traducciones que, habiendo sido éxitos en inglés, eran, en mi opinión, un desastre vergonzoso en español. Pero lo que quiero contar aquí es que esa noche ese descubrimiento me llevó a otro mayor: darme cuenta que muchas —muchas— canciones en español, que yo sabía y que amaba, eran en realidad copias en mi lengua de canciones originalmente escritas y cantadas en italiano. El sentimiento esa noche fue de desengaño, de desilusión; ese conocimiento me hizo daño, como si las palabras me hubiesen falseado, porque algunas de esas tantas canciones yo las cantaba con cierto alarde. Yo pensaba que el sueño erótico de Maldita primavera había ocurrido en español en la mente de su compositor, que las palabras, palabras, palabras que había entre Silvana Di Lorenzo y su amante eran palabras en español, en fin, que esas letras de amor y desamor eran parte de nuestro acervo cultural hispanoamericano.

Y lo son. Que no se me malinterprete. Pero sentía un poco de amargura, de despecho, al saber que esas canciones eran copias. En el fondo de ese sentimiento turbio había una frustración, una ruptura, una inmersión en una duda: si lo que yo conocía era el remedo de otra cosa, ¿entonces qué era lo que me gustaba realmente? Me quedé pensando intensamente en el poder de la interpretación, en la relación entre música y lengua, entre lengua y sentimientos, no ya para tratar de distinguirlos sino para darme cuenta de una vez por todas que esos tres lenguajes —música, lengua y sentimientos— son una y la misma cosa moviéndose en distintos planos de la expresión humana.

Fue esa suerte de «inocencia perdida» la que me hizo también desde entonces un fan del italopop. O quizás ya lo era sin siquiera saberlo. Italia no tiene nada que envidiarle a Estados Unidos o Reino Unido en cuanto a producción musical. Y que en América Latina y España cantemos con tanto fervor canciones prestadas —muchas veces sin que sepamos de dónde vienen— es la invasión subrepticia más bella de todos los proyectos expansionistas del siglo xx. Quedan aquí algunas de las canciones referidas:

Parole parole (Palabras palabras)

Alle porte del sole (A las puertas del cielo)

Un gatto nel blu (Un gato en la oscuridad)

Ma tu chi sei (La chica de humo)

Non voglio mica la luna (Yo no te pido la luna)

Sarà perché ti amo (Será porque te amo)

Gloria (Gloria)

Aspettami ogni será (Por qué me abandonaste)

Maledetta primavera (Maldita primavera)

Tornerò (Volveré)

Con il nastro rosa (La cinta rosa)

En un gesto snob, claro que sí, quise abandonar las versiones que yo conocía y amaba y escuchar aquellas que eran originales, las verdaderas, las fuentes. Pero eso también fue un autoengaño: porque lo que yo sentía cuando escuchaba a Ricchi e Poveri en italiano no era lo mismo que sentía cuando los escuchaba en español. La misma canción, las mismas melodías, los mismos arreglos (¿las mismas voces?) Otras palabras. Otros efectos. Y esto último hizo que no fuese capaz de abandonar la copia, que me decidiera por ella, y que me diera cuenta que las canciones son artefactos de la memoria más remota. Que la música hubiera copiado a la música ya era suficientemente pasmoso; que la copia superara a la original era inconcebible.

Tratando de explicarme a mí mismo por qué prefería la copia, me di cuenta que la música está en las notas, en el ritmo y en la melodía, pero sobre todo está en nosotros, como el idioma que hablamos. Es aquello que nuestra experiencia de vida construye e interioriza. (Y es curioso que en italiano oír sea sentire, así que en ese idioma maravilloso uno siente las canciones). La música está presente en el cuerpo humano, no solo porque entra a través de los oídos, sino porque hay algo en nosotros, en nuestra configuración corporal, temporal, psíquica, emocional, que se activa cuando escuchamos una canción, su armonía y su tonalidad. Cuando la sentimos. O dicho mejor y como lo leí hace unos años: «Lo más que [la música] puede hacer en las personas es confirmar situaciones que ya existen».

Descubrir que la música es también una industria dominada por los mercados y sus estratagemas será siempre una herida en mí del sistema. Pero también un aprendizaje: en los dobleces de las versiones, las canciones no se anulan, ni se suceden, ni compiten entre ellas. Se superponen. Capas de voces y de reversionamientos hacen más tupido y potente el tapiz de la música, enriquecen la experiencia de escuchar algo que nos conmueve, algo que está cerca, pero que también viene de muy lejos, de lugares insospechados. Preguntarse por el origen es necio, ahondar en sus efectos, en los sentimientos que se despiertan, es el misterio más bonito. Javiera Mena, que por cierto hizo en 2006 un cover de Yo no te pido la luna de Daniela Romo (1984), que a su vez re-versionó Non voglio mica la luna de Fiordalisio (1984), lo explica mejor:

Me acuerdo de ti

Con las canciones de la radio

Tantas canciones buenas.

*CRIES IN SPANISH*

Murió Camilo Sesto

Murió Camilo Sesto. Lo sé por redes sociales. Lo leo en titulares de prensa. Pero solo me doy cuenta que murió Camilo Sesto cuando hablo con mi mamá por teléfono. Vivimos hace ya muchos años en ciudades lejanas. Me llama para saludar, para preguntar si ya es invierno. Y en medio de las preguntas de rigor, me cuenta que murió el cantante de Melina. Y decir esto en voz alta la apesadumbra. Me confiesa que lloró cuando vio las noticias. La conversación cambia de tono. Me habla con nostalgia de esa generación de cantantes, de lo lindo que era Camilo Sesto, de la euforia de sus amigas cuando salía un disco suyo, y de un exnovio que le dedicó alguna vez una canción y que le prometió que sus sueños, tarde o temprano, se cumplirían. No le da vergüenza contarme que lloró sola. No busca lástima ni reconfortarse. Antes de despedirnos, yo le pregunto si tiene alguna canción preferida, y en respuesta, mi madre hace algo a lo que casi nunca se atreve: canta. Entona y tararea. Yo escucho al otro lado de la línea. Me dice que ya estuvo bueno de hablar, que seguro tengo mucho por hacer, que ella debe seguir con sus cosas. Colgamos y un hilo de aire con su voz queda flotando en mi casa. El verso se evanesce.

Vivir así es morir de amor
Y por amor tengo el alma herida
Por amor, por amor, no quiero más vida que su vida
melancolía…

Yo hago la cena o lavo la ropa, alguna tarea doméstica. Lavo los platos. Cuando termino me sirvo una copa de vino y guiado por el eco abismal de una balada que me sé de memoria pero de cuyo título no me puedo acordar, busco en YouTube “Camilo Sesto”. Escucho una, dos canciones, alguna versión en vivo. Pienso en España, pero me doy cuenta que la interpretación que veo es en algún lugar de Suramérica. Pienso en casa, en todas mis vidas pasadas. Me acuerdo de cosas que yo pensaba que ya no estaban más en mí. Urgo en la memoria algo que no sé qué es. De repente lo encuentro: una nota, un arreglo musical, no sé, un cambio mínimo en la tesitura me conmueve, resquebraja el plomo que llevo adentro, y siento ganas de llorar. No sé nombrar ese sentimiento, pero sé muy bien que no es tristeza, y tampoco me esfuerzo demasiado en buscar la palabra adecuada. Me parece que en el afán por nombrar no voy a permitirme sentir eso que siento y me voy a tropezar con un término equivocado, con la trampa lexical con la que a veces el idioma nos engaña.

Pienso que la única educación sentimental que se me ofreció —y que le fue ofrecida a mi mamá— nos fue transmitida por esa música. Me doy cuenta que ambos compartimos un imaginario emocional, un sistema sentimental. Y mi inteligencia se juega en discernir entre sensibilidad y sensiblería. Todo lo que musicalmente me gustó después de la balada romántica amplió mi espectro cultural, refinó mi estética personal, determinó mi ámbito social, expandió mi vida interior, pero solo esa canción melódica —que me sé de memoria pero de cuyo título no me puedo acordar— formó mi aparato amatorio, le dio espesor y profundidad a mis sentimientos, pero también me condenó a la desavenencia de, a veces, como esta noche cuando escucho El amor de mi vida en completa oscuridad, despeñarme por el barranco absurdo del llanto sin motivos. No ese llanto desconsolado e infantil que deforma los rasgos de la cara, ni el llanto rabioso y enceguecedor que desgarra las entrañas. Todo lo contrario. Es un llanto tranquilo, apaciguado, silencioso. Un llanto solitario sin sollozos, que me da cierto regocijo extraño, que me limpia por dentro. Para evocar a sus padres, muchos dirán que son sangre de su sangre; yo, de mi madre, diré que soy lágrima de sus lágrimas. Otros dirán que de sus padres heredaron la estatura, el estatus o el temperamento; yo tendré los sentimientos y siempre a Camilo Sesto, siempre la música.

 

Ver la música: Breve repaso a la videografía de Bomba Estéreo

En los últimos cinco años Colombia ha exportado más música que nunca, en una época de verdadero auge musical que parece no palidecer. Sin embargo, esta proliferación de cantantes, bandas, ritmos y subgéneros no necesariamente ha implicado un despertar del videoclip como medio artístico. Shakira, Maluma o J-Balvin reposan de manera sexy en el pedestal de los videos más vistos en YouTube, pero sus videografías suelen no ser interesantes, comprobando que no necesariamente la factura de un proyecto audiovisual está subordinada al presupuesto disponible.

Bomba Estéreo, que nada con destreza en los meandros de lo no totalmente mainstream no totalmente indie, es una banda que se la ha jugado de manera audaz y acertada por consolidar no solo un carrera musical sino además una propuesta estética. Aquí repaso algunos videos de su corpus audiovisual.

En la era Estalla

Antes de los grammys y el glamour, incluso antes de ser la Bomba Estéreo que conocemos, la banda ya curioseaba con los potenciales del lenguaje visual. Con «Ritmika» (2002), una canción que nadie conoce, Bomba Estéreo experimenta con imágenes y textos superpuestos para interrogar un relato de una realidad social. Para 2010, y ya con una canción impregnada en el imaginario colectivo de Colombia y alrededores, «Fuego» del álbum Estalla (2008) anuncia dos tropos visuales de la banda que acompañarán casi todos sus videos: el paisaje samario colombiano y el calor tórrido caribeño.

En la era Elegancia tropical

En Elegancia tropical (2013), en mi opinión el mejor álbum del dúo, es más evidente el deseo por comunicar no solo en el plano musical sino además en el visual. «Pure Love» y «El alma y el cuerpo» son ya trabajos audiovisuales profesionales, de alta calidad. En el primero hay un pulso por contar historias que quieren ser contadas, y el segundo define la imagen inequívoca de Bomba: un ser emergiendo del/sumergido en el agua.

En la era Amanecer

Amanecer (2015) es quizás el disco que consolidó la internacionalización de Bomba Estéreo. Aquí el dúo colombiano plantea dos propuestas en el plano visual: la primera es mostrar lo local al mundo: «Somos dos», por ejemplo, es una bella oda a la pareja y al Tayrona. La segunda es más política: «Soy yo», un himno contagioso sobre la importancia de ser uno mismo, se la juega por mostrar imágenes que tienen algo para decir sobre el bullying, el feminismo, las comunidades inmigrantes en Estados Unidos… Dirigido por el danés Torben Kjelstrup y hecho éxito viral gracias a la interpretación de Sarai Isaura González como máster de la flauta y el amor propio a los 11 años, «Soy yo» es un parteaguas en la carrera de Bomba. El guiño a «No Rain» de Blind Melon hacia el final del video hace de la canción un trabajo audiovisual perfecto.

En la era Ayo

En 2017 la banda va por más, lanza Ayo y sorprende con el primer sencillo, «Duele», del director Sam Mason, un video que abraza un enfoque cinematográfico para la música que la banda ya no soltará más. Este enfoque no solo significa una dirección de fotografía, producción y postproducción más robustas, sino además una sensibilidad visual inquieta: el video cuenta con una respiración surrealista, con al menos dos almodovárazos —el teléfono de disco descolgado, la extrapolación del dolor en el rojo (del tomate)— y con un leve tinte a Hitchcock en su espiral vertiginoso. La propuesta visual continúa buscando asideros distintos en «Internacionales», «Química» y «Amar así», todos sencillos del mismo disco, todas pequeñas historias/búsquedas audiovisuales.

Inciso: paradójicamente, el video más visto en YouTube de la banda, después de «Soy yo», es «To my love» (35 millones de vistas), una canción del Amanecer, que nunca fue sencillo, pero que por los caprichos de la música se viralizó en 2018 en internet y en discotecas. Allí, en la pista de baile, es donde pertenece esta canción, y no vale la pena detenerse en el video, que pareciera haber ocurrido más por asesoría comercial que por sed creativa.

De vuelta al Ayo, el siete de agosto de 2018 Bomba Estéreo estrena «Amar así», un videoclip en formato hiperpanorámico dirigido por el colombiano Iván Wild. Va de soldados que cohabitan una isla desierta del Caribe, donde parece no haber nada salvo la disciplina militar y la corporalidad de los cadetes, que viven en la repetición de sus formaciones y entrenamientos, en el tedio de la nada que es la misma siempre, en el calor exasperante de la tarde en esa parte del mundo. La primera vez que vemos el video pareciera que fuese a estallar a lo Apocalypse Now, pero no, la historia se va para otro lado, el lado queer de Bomba, en el que dos hombres se besan con miedo y ternura. La imagen es potente: hombre con hombre, blanco con negro, sargento con raso. Que el video se haya lanzado por decisión de la banda el día de la posesión de la nueva presidencia en Colombia, no es un dato menor. Bomba Estéreo quiere pronunciarse artísticamente frente a un gobierno conservador a ultranza. Es un gesto pequeño pero a la vez un acto político contestatario.

Bomba Estéreo parece sentirse más ella misma cuando integra el lenguaje sonoro con el audiovisual. Es una banda que, aunque se le complique reinventarse en una industria salvaje, sabe conjugar elementos artísticos locales, autóctonos e identitarios, sin caer en exoticismos para turistas globales; es una banda que va encontrando una posicionalidad política que no cae en panfletismos; es una banda que entra por los pies, por los oídos, por los ojos, por el corazón, de la que siempre quiero escuchar y ver más. Eso es mantener prendido el fuego.

Foto: Mike Reyes. Videos: Canal oficial de Bomba Estéreo en YouTube.