Cobijas compartidas

Siempre he creído que la cama, como el cuadrilátero más íntimo de la casa, es un umbral. En un libro de Paul B. Preciado leí que para él era algo así como una plataforma metafísica. Es un locus bisagra donde dos mundos (o más) se solapan, se encuentran. Por muchos años mi cama fue angosta y austera, una alineación de tablas para suplir la necesidad del cuerpo por la horizontalidad. Con el tiempo esa cama se empezó a ensanchar, sus confines se expandieron hasta hacerse reino, queen-size bed.

Y luego, un día impremeditado de invierno, en tierras ajenas, esa cama no fue solo mía, se hizo una cama compartida. Y sobre ella me preguntaba qué ocurre cuando dos personas duermen juntas, cuando dos cronotipos, dos planos electromagnéticos, agitados por las reverberaciones del cuerpo, se aquietan, se reparan, se acoplan. Pero el descubrimiento no fue metafísico sino anatómico: descubrí que los dedos del pie encajan perfectamente debajo de los dedos del pie de alguien más. 

Fue allí también que aprendí la usanza de las dos cobijas. En el primer mundo es así: una cobija para ti, otra para mí. Es práctico, es justo. Previene disgustos y disputas. Los dos cobertores pueden ser de la misma tela y los mismos patrones para que extendidos parezcan uno. O también, como los míos, pueden ser de dos colores distintos. Lo que importa es saber cuál es el suyo, cuál el tuyo (y no confundirlos durante la noche). No solo me acostumbro sino que me parece la mejor idea, la clave de la pareja, el evangelio según Ikea. Pero como me gusta tanto, me hace pensar, por contraste, en las cobijas de Colombia, en esos tejidos pesados y apoteósicos, que mi mamá insiste en usar aunque la temperatura nocturna sea cada vez menos conducente.

Foto: Puerto contemporáneo, La Radio Criolla, vía El Tiempo

Cobijas cuatro-tigres, las llamamos. Retazos de dimensiones inconmensurables que tienen animales y lunas, fieras y flora, una parte de la mitología andina graficada y no contada. Cobijas compartidas. Una noche en Ecuador, a punto de dormir, me di cuenta que debajo de la susodicha manta la electrostática era tanta que los vellos de mis piernas se erizaban como una ola de mar y de la fricción con la tela salían pequeñas chispas ¿Nunca les pasó eso de ser chisporroteantes y centelleantes? 

La palabra cobija, que deriva de cobijar, es decir, amparar y dar abrigo, protección, no existe aquí. Aquí se le llama duvet, esa palabra aséptica, de fonética descafeinada. Y pienso: qué clase de sistema cognitivo-afectivo —qué concepción del sueño— puede salir de una tribu que se inventa palabras como cambuche o arrunche. Qué clase de sociedad dice, para declarar la separación irrevocable de las partes, part ways, «partamos cobijas».

Y luego, un día inexacto de primavera, no lo fue más: la cama matrimonial se quedó sola de nuevo, como se queda solo un territorio del que todos sus habitantes se exilian. Sobre el lado izquierdo, el frío de la cama semivacía. Ese otro frío, ese grado filoso de soledad. Pero no dejé de vestir la cama para dos, de cambiar también el cobertor del otro cubrecamas, la funda de la almohada no usada. Son esas cosas que jamás me detuve a pensar, que simplemente hice.

Es hora de levantarse, pero le pido al universo cinco minuticos más. Doy la vuelta sobre mi eje horizontal, me acomodo hasta estar a gusto, hasta que encuentro esa zona fresca de la almohada; me cubro un poco más con la cobija, me enrollo, me enrosco. Me arropo como un gesto primitivo del resguardo, del cuidado. ¿Para que soñamos? Leí alguna vez en un afiche que terminaba la frase así: para sanar. Debajo de esa cobija yo quiero que la vida sea soñar, quiero el blanco-nieve perpetuo y mi independencia, mi soledad, pero también quiero correr con caballos, quiero sentarme, semielectrificado, a escuchar los tigres rugir, que la manta me envuelva, aullarle a esa luna, quiero cruzar el umbral.

Trans-plantar-se

Al lugar al que voy ellas no me pueden acompañar, aunque aún no sé cuál sea ese lugar. Algunas plantas pueden transplantarse, pero en su naturaleza ellas no conocen la movilidad ni saben irse ni abandonar. Las plantas saben estar ahí, otros solo sabemos marcharnos. Y dejamos atrás todo lo que no nos aligere. Estando ahí, ellas son compañeras y cuidadoras. Sus retoños son nuestras alegrías y sus silencios nuestros analgésicos orgánicos. Hace algún tiempo leí que un estudio mostraba que los pacientes de un hospital psiquiátrico se calmaban más fácilmente si veían el vaivén de los árboles cuando hay viento calmo.

Una vez la más grande casi se me muere. Fue todo culpa mía, pero contra todo pronóstico y como todos sabemos, la planta fue resiliente y sobrevivió. Aunque para mí este descuido y esta proximidad a la muerte la dejaron cansada y doblegada, como con un pesar. Cuando mi mamá la vio, me dijo que le tenía que ayudar a erguirse y ella misma le amarró con amor un listón alrededor del tronco con un refuerzo de madera. Es cierto que árbol que nace torcido jamás su tronco endereza, pero en su torcedura natural mi planta estuvo feliz después de ese gesto de gratitud. Mi mamá me dijo también que les tenía que hablar más seguido para que se pusieran bonitas. Yo nunca lo hice, pero luego pienso en la vida secreta de las plantas, en su reino, en el misterio vegetal.


Y luego trato de pensar dónde ponemos culturalmente las plantas. El árbol genealógico como esquema y la vida interior como jardín. Irse por las ramas, ver los árboles y no el bosque. Pienso en «El árbol de la vida» de Terrence Malick y en la lindura de la palabra arborescente. Pienso en mis plantas.

Cuando decidí desprenderme de ellas algo me golpeó adentro y cuando fue momento de despedirme, recordé el consejo de mi madre y quise dar una palabra a esa planta que, viéndome tantas veces en los avatares y los cansacios de mis soledades, me había dado tanto sin que yo jamás, hasta ahora, lo notara. Dije «gracias».

Las plantas se mueven para buscar el sol. En el léxico botánico esto se llama heliotropismo. Voy a la plaza entre Nippes y Ebertplatz, Neusser Platz, y me siento una vez más en los bordes de concreto de los cuadriláteros que contienen otras plantas que no son mías sino de todos, y que por esta época también vuelven solitas a la vida. En esta terraza no hay mesas ni sillas (los alemanes se niegan ese placer), y me entrego al amparo de un rayo de sol benefactor, ese astro que ha sido aún más un enigma para las gentes de estos confines. Busco con-sol-a-ción solar. Me doy cuenta que mis plantas eran además maestras y que siempre quisieron enseñarme sobre la luz y sus efectos. Sentado aquí quiero hacer fotosíntesis y encontrar en este bálsamo mi paz y mi alimento.

Escucho el nuevo disco de Natalia Lafourcade en mis auriculares y también me dejo abrazar por la música. Suena «El lugar correcto» que tiene un verso muy bello que dice

Perdona si lloré, lloré, lloré
Mientras bailaba 

Digo que el verso es bello pero en realidad lo es la imagen a la que alude (llorar bailando), aunque es la frase «lloré, lloré, lloré» lo que me atrae de la canción, lo que me produce un cierto placer nostálgico. Me quedo pensando en esa repetición y, aunque tardo, descubro, como una serendipia, que esta misma frase ya estaba en «Caray» de Juan Gabriel y entonces me quedo prendido a esa frase y pienso en él, en el cantor, como precursor y como árbol. Se me ocurre que en cada uno de nosotros hay un reservorio de frases musicales, a veces las olvidamos y a veces, quizás menos de lo que quisiéramos, otra canción las activa y entonces, frente a la luz, reverdecemos por dentro.

Doctor, por favor, formúlemelo

Con sus implementos de película de terror ella puede ver el interior de mi boca mejor de lo que yo la puedo ver cuando me miro al espejo en el baño y la abro toda ¡Aaaaaaaah! Dice que la herida aún no ha sanado del todo después de la extracción y que en un incisivo superior nota algo raro, y lo toca suavemente con otro instrumento metálico. Me pregunta si siento algo.

Le digo que sí, pero el tubo extractor de saliva y sus manos operando sobre mi cara hacen difícil decirle algo más. Ella, asertiva, aplica un trozo de una sustancia, es evidente que necesita concentrarse más para ello y que mi intento por explicar la desconcentra. Vuelve a tocarlo y me pregunta ¿Sientes dolor? Yo dudo por un instante y le digo que sí, y ella me dice «No puedes sentir dolor», o parafraseo, «No puedes estar sintiendo dolor después de lo que te acabo de aplicar». Pero lo vuelve a hacer: aplica otra vez ese empaste semilíquido en la superficie de mi diente que no puedo ver ni oler. Lo vuelve a tocar esta vez con un poco más de contundencia y de firmeza. Le digo, o intento decir, que no siento dolor, pero que cuando ella me toca allí experimento algún grado de sensibilidad, como si en mi diente hubiese una zona constitutivamente distinta a los demás. Contrariada, ella me dice que no puedo sentir dolor y después, como si quisiera añadir algo todavía más verdadero, dice que si siento algo entonces es dolor.

Lo que quiero registrar aquí es que de camino a casa sin «dolencias» dentales —que ya en sí me basta— me doy cuenta de que le hemos conferido al discurso científico-médico toda la credibilidad epistemológica, el pódium absoluto e incontestable de la verdad a secas. Si la odontóloga dice que lo que siento es dolor ¿es dolor? ¿O es otra sensación acaso para la que aún no hay nombre en español? Se nos ha dicho que placer y dolor son antípodas que en ocasiones se solapan y se confunden, pero que siempre son y serán compuestos opuestos de un binomio cerrado. Nunca se nos ha permitido pensar que entre uno y otro existan otras sensaciones, otras figuras de la experiencia sensitiva. Así como no siento placer cuando ella me toca allí, tampoco siento dolor. Siento algo más. Piensen en una situación en la que experimentaron placer y dolor a la vez ¿No hay en ello en algún momento un estremecimiento que no es ni uno ni lo otro, simplemente otra cosa, otra(s) arista(s) de lo perceptible, otra potencia sensorial?

Palpándome con la punta de la lengua el barniz de mi incisivo, pienso en el monopolio discursivo que la ciencia tiene sobre el (auto)conocimiento (y sobre el lenguaje). Y cómo eso ha determinado en gran parte la manera como nos describimos, como nos formulamos, como nos pensamos. (Pienso en lo que leí de Paul B. Preciado sobre la palabra «homesexualidad» como categoría médica (y hasta hace no tanto psiquiátrica(!)) en la historia del siglo XX.

A ella, a la odontóloga, le agradezco mucho que sepa cómo meter un taladro en mi boca y quebrar un hueso para extraer lo que me molesta. Ese y otros conocimientos suyos y ese esmero profesional por mi bienestar y mi salud los necesito, los valoro. No quiero invalidar el lenguaje de su profesión. Pero no por eso dejaré de decir que a mí me corresponde el conocimiento de mi cuerpo —y de mi lengua, en todos los sentidos— y la sospecha de que hay otras formas de conocer y de sentir, otras formas aún por inventarse (o descubrirse) de nombrar. Nos vemos en un año, doctora.

Platónico y cachetón

Hace unos meses leí que el ejército talibán había secuestrado, torturado y asesinado a Hamed, un estudiante afgano de medicina, por ser gay. Su pareja, Bahar, decía en una entrevista a medios de Occidente: «Éramos como cualquier otra pareja de enamorados en el mundo pero el Talibán nos trata como criminales.»

Pensaba en esas parejas y esas vidas que viven sus enamoramientos y amores a ocultas, en las formas subrepticias y profundas en las que se expresa el ser y el afecto. Y a pesar del agobio que me dejó leer el artículo no me quedé pensando en la muerte de ese chico sino en cómo vivió su vida. Y desde Kabul a Medellín trazaba arcos imaginativos y comparativos, algo que me acercara a Hamed, algo que me ayudara a comprender. Y fue pensando en esto que recordé un audio que circuló viralmente hace unos meses: lo busqué y escuché de nuevo, muchas veces, y aunque cuando lo oí por primera vez me reí, esta vez lo escuché con un poco más de seriedad, quizás para encontrarle un significado del que no me había percatado antes.

En ese audio, que dura un escaso minuto, un individuo llama a su amado y le declara sus sentimientos, no de manera directa —aunque un poco sí— sino como haciendo círculos alrededor de las frases. Como si se tratase de un cantor popular declamando versos de amor anónimos. Lo corteja. No sabemos sus nombres ni cómo se conocieron, ni siquiera sabemos si han interactuado antes. En la llamada solo sabemos que a uno, al destinatario, se le conoce como «el peinadito» —aunque el emisario le diga «cachetón»—.

Platónico y cachetón

Dicen que los hombres gays son muy físicos y carnales, que su culto al cuerpo es una herencia helénica y al mismo tiempo su propio ahogamiento en el estanque de Narciso. Pero a la declaración de amor que asistimos no es el cuerpo lo que se quiere admirar y adorar, lo que despierta la pasión del llamante parece ser más etéreo y difícil de asir. Nuestro protagonista dice, un tanto titubeante —no de su deseo sino de que sean estas las palabras correctas—: tienes una energía tan linda, papacito… ¡Uff, qué energía!  Y un poco antes lo ha dicho quizás con un poco más de tino y precisión, casi como un lamento: yo quiero escucharte. Como si el oído y por extensión la voz fueran los órganos eróticos buscándose. Pero no solo es un amor platónico. Lo que en el deseo es apertura, ampliación y conflagración, en la llamada se dice de manera circular y natural, casi somática: Papi, sabés qué, ay no, cuando yo te escucho, ay, me da de todo, se me abre el culo, me da de todo. «Yo te escucho…»

Almodóvar en Medellín

Como en una escena de Almodóvar, toda la acción ocurre durante una llamada telefónica, o sea más preciso decir un mensaje de voz de WhatsApp, que nos quita la certeza de saber que el interlocutor está del otro lado, pero que nos da la ilusión de ser escuchados y preservados en el tiempo, porque como una canción de verano, podemos repetir el audio una y otra vez, podemos viralizarlo, como de hecho ocurrió, al punto de que mujeres y hombres de la Medellín postmoderna y almodovariana intercambien códigos haciendo referencia al llamante, a nuestro protagonista. Sus palabras y sus formas también como parte de un lenguaje y un imaginario emocional colectivo. Medellín, ciudad del querer queer. No nos quepan dudas y remitámonos siempre a las evidencias.

The queerest of the queer

Hay veces en que me incomoda usar la palabra queer, pero otras, como esta, no solo me conviene para ilustrar lo que quiero decir sino que también me sirve para encontrar equivalencias en español de lo que llamamos queer —o cuir, como lo grafican algunos—. En la llamada lo queer no es que el protagonista se declare marica; lo queer es su hospitalidad. El llamante dice: A mí me gustaría yo invitarlo a mi casa y conocerlo. (Todo en esa llamada parece ser invitaciones a que se abran puertas y compuertas.) El espacio en el que se vive, y todo lo que en él se contiene, como un ofrecimiento y el preámbulo para que se dé el encuentro. El protagonista plantea esto último como una entrega en la que él está dispuesto a dar al amado todo lo que sabe hacer, todo lo que es, en este caso, poéticamente, un estilista profesional —o lo que en Almódovar sería un aestheticien.

Al final de la llamada hay una sorpresa, un giro de trama, y un tercer personaje enigmático irrumpe en la escena y reconfigura toda la conversación. Es esto, y sus palabras, lo que se ha viralizado y lo que he escuchado a mis amigos decir, repetir, lo que se ha memeficado. Ojalá, pienso, todos repitiéramos de vez en cuando también las palabras del llamante, qué energía, te invito a mi casa, se me abre el culo, me da de todo. Palabras que pueden darnos risa, pero, si las escuchamos atentamente, algo más. Signos que nos pueden enseñar sobre el afecto (en todas sus posibles manifestaciones) y sobre la diferencia, sobre la generosidad. Signos que nos pueden ayudar a construir otro sistema de entendimiento del mundo. Signos, creo que yo, que tienen la potencia de resistir y desbaratar regímenes sociopolíticos. Ojalá pues estas palabras también circularan de boca en boca y nos hicieran conocer, respetar, —y si tenemos suerte— admirar y aprender de las vidas ocultas de la ciudad, de tantas otras formas de querer, del querer queer. Quizás solamente así, desde Medellín o desde cualquier otro lugar, podamos empezar por ofrecer un tributo a Hamed.

***

The Guardian. Gay Afghan student ‘murdered by Taliban’ as anti-LGBTQ+ violence rises. 18 octubre 2022.

Ve cacheton ve audio es correcto.

[Transcripción]

Oíste cachetón, ve, yo no sé cómo te… Todo el mundo te grita y te dice dizque el peinadito. Yo no sé, yo te veo como en el perfil de la foto con una mujer, será tu esposa, no sé. Papi, sabés qué, ay no, cuando yo te escucho, ay, me da de todo, se me abre el culo, me da de todo, yo quiero escucharte, eres divino, tienes una energía tan linda, papacito, ea emaría guevón, en serio, vea, ¡kh! Te lo juro. ¡Uff, qué energía!

A mí me gustaría yo invitarlo a mi casa y conocerlo, o que usted me lleve a su casa y me presente a su esposa, le dice que usted conoció a un marica en un grupo y ya. Y la motilo, y lo (a)motilo a usted. Yo soy estilista profesional, yo sé hacer de todo, dígale a mi papi que está conmigo aquí a mi lado…

—Amor, ¡¿Cierto?!

[Silencio]

—Es correcto

Sobresaltos

Buenos Aires es andar y desandar las horas hasta las deshoras, hacerse y deshacerse por amores y desamores.

Tengo un hematoma en el talón del pie izquierdo. Mide alrededor de dos centímetros por uno y si paso mis dedos y los oprimo con la precisa presión siento cierto nivel de satisfacción, es un dolor gozoso hundir apenas las yemas sobre la sangre quieta y seca de esos vasos abiertos. Es el resultado de una ampolla que me hice de tanto caminar. Me había casi olvidado del moretón hasta hoy que por accidente lo vi cuando me descalcé. Lo aprieto pero no siento nada. Solo la callosidad de la curvatura de mi pie. Es un recuerdo.

*

Hace diez años me mudé temporariamente a Buenos Aires. Luego, cuando me fui, cuando regresé a Colombia, prometí —no sé a quién o por qué— que volvería. Pero no lo hice. Nunca se me ocurrió regresar. Nunca me hizo falta. Nunca lo contemplé como posibilidad. Hasta que un día volví. El mes pasado, enero, en pleno verano austral. En 2014, unos días antes de que me fuera de la ciudad, una porteña me dijo «Buenos Aires es una prostituta con la peluca vieja y los tacos gastados.» Le sonreí y no le dije que su comparación me parecía grotesca y equivocada. A Buenos Aires yo la quería tanto. Lo que no sabía era que, más que una metáfora, lo que ella me había contado en esa parada del (autobus) 39 era una parábola y una premonición.


Y hoy, sovándomente el cansancio de los pies, escribo sobre lo que fue la experiencia de volver. En esta nota trenzo apuntes que fui tomando durante las semanas que estuve en Argentina, un bosquejo de historia que se me ocurrió estando allí —en realidad una imagen reiterativa— y unas fotografías que tomé y que evocaron lo que a continuación cuento, trasladado de mi libreta. Me quedo pensando en eso que las madres llaman «las vueltas de la vida», en ir y volver cuando son verbos reflexivos, es decir, en irse y volverse, en que hay viajes que nos convierten ¿Qué pasa cuando volvemos a esos lugares breves que quisimos? ¿Qué frontera volvemos a cruzar? ¿Qué ocurre con lo que nosotros pensamos retener de ese sitio (y de nosotros mismos)? ¿Quién vuelve, qué vuelve, qué se de-vuelve y qué nos es devuelto?

Edificio Kavanagh

8 enero 2023

No reconocí el aeropuerto ni el trayecto al barrio en Capital. Ni siquiera cuando amaneció y la luz le devolvió la forma a las cosas, a los edificios, a los bordes arquitectónicos de las esquinas. La reconocí por su olor, de otra manera hubiera dicho que era una falsificación y que yo no estaba en Buenos Aires.

7 enero 2023

Anoche caminé sobre la medianoche. Deambulé sin rumbo, queriendo extender el alcance de mi caminata. Prolongué lo más que pude ese momento de decidir el regreso al apartamento. Crucé la Avenida Libertador, escuché música en mis audífonos. Era verano. Era de nuevo esa manera solitaria de ser feliz.

9 enero 2023

Que no me falten las frases, que no me fallen las frases.

Visto en Belgrano

*

Les escribí a un par de personas que quería ver (y que no veía desde que me fui en 2014). Una me dijo «Me encantaría que nos juntemos con los chicos! ¿El viernes podés? ¿Vos por dónde estás más o menos? ¿En Capital?» Le dije que sí y no me atreví a preguntarle a quiénes se refería exactamente por «los chicos», aunque supiera muy bien qué significaba. Sabía que él podía estar entre ellos, y me preguntaba si después de todo lo que había pasado en el transcurso rizomático de diez años, él se animaría a ir. Me dio miedo. Pero solo atiné a mandarle un corazón como reacción a su mensaje. Y salí a caminar para no pensar en ello.

7 enero 2023

Volver a Buenos Aires y no fascinarme más por los brillos y envoltorios en los que aquí se recubren las palabras. Evitar el contagio de esa, la suya, dicción, esa música. Asentarme en otras raíces, en la elle clara y sonora, en la ese sibilante, en la melodía ralentizada de las palabras nítidas. Y encontrar en aquello otro lugar de enunciación, otro marco, otro modo de ver el mundo. No se trata de que un acento sea mejor que otro, o que uno u otro me guste más o menos, lo de los argentinos hablando me sigue pareciendo un truco de hipnosis y un manojo de arabescos de estética sonora a la desbandada. Se trata sí de ratificar que haya otro acento, y en él caber, encontrarme, corporalizarme.

*

Y luego me preguntaron por Buenos Aires, que qué tal había encontrado la ciudad después de estar tanto tiempo sin volver. No pensé mi respuesta, la saqué sin esfuerzo, como quien encuentra en un archivo la ficha exacta: dije que Buenos Aires era como una prostituta con la peluca vieja y los tacones gastados. Cuando terminé de decir esa frase me di cuenta que la había escuchado antes, que no era mía, pero que ahora podía entender qué significaba. (¿Tuve que ir y volver para comprender?). Ellos no se rieron en absoluto; todo lo contrario, en sus caras se notó la incomodidad que mi respuesta había generado. Pero no se hizo el silencio —así es la dadivosidad sureña—; saltamos a otro tema.

15 enero 2023

Hay agentes de policía —muchos— y una patrulla en la esquina de Migueletes y Olleros. El clima es tenso entre los vecinos. Buenos Aires es un constante mirar a todos los lados todo el tiempo. Tres hombres que me dan mala espina entran al café donde estoy yo cuando estoy a punto de salir, justo después de haber recibido el vuelto. Lo miran todo, me miran y miran la mano en la que aún sostengo los billetes, me parece que me estudian fugazmente. Las chicas que atienden el café se miran entre ellas contrariadas, no se pueden decir nada y a la vez lo dicen todo con sus ojos ¿Qué tipo de miradas son esas? ¿Cómo los miro yo a ellos? 

10 enero 2023

Buenos Aires, mi amiga perdida, la musa que no es musa del artista que no es artista, unos tacos gastados tirados sobre el suelo, una peluca desflecada sobre el nochero, la una vez amante y dos veces amada, la conversación incómoda frente a frente, la mirada loca, el imperio del olvido, la fotografía que no tomé —pero que siempre estará en mi mente— y el indicio de una amistad que existió y que terminó hace mucho tiempo.

10 enero 2023

Hace poco leí Todas las cosas y ninguna, la biografía literaria que en 2021 publicó Pedro Adrián Zuluaga de Fernando Molano Vargas, el escritor de Un beso de Dick. Me pareció bellísima —léanla— y en mi libreta apunté, seguro de que estaba escribiendo —transcribiendo— algo importante, el epígrafe de ese libro:

«¿Vi yo en él, cuando aún no era, y ve él en mí, cuando ya no es?»

Paseando por la Avenida Corrientes a pleno sol, me refugié en la sombra de una librería enorme. Miré y admiré la producción ingente de libros que Argentina lleva a cabo año tras año, a pesar de tantas crisis. Eran muchas las editoriales nacionales independientes y muchos más los títulos interesantes que habían publicado recientemente y que proliferaban en esa librería. Y ahí estaba también, yo lo vi con mucha emoción, Un beso de Dick editado por una editorial argentina y exhibido en novedades. Ese libro que se escribió en Bogotá a finales de los ochentas, que en Medellín todos queríamos leer siendo jóvenes, pero que era tan difícil de conseguir. Pensé en lo que hubiera sentido Molano Vargas al saber que los argentinos leían y disfrutaban su obra. Qué cosa es la poesía sino eso: que el amor y la vitalidad del autor se extiendan por el continente, que un tardío reconocimiento le haga justicia, pero que al mismo tiempo lo encuentre, irremediablemente, viviendo otra vida.

Librería Hernández

19 enero 2023

Un hombre en la línea D del Subte habla desesperadamente por celular; alguien ha escrito a mano un poema sobre un pedazo de papel y lo ha dejado sobre una tumba en el cementerio de Chacarita; las librerías intemporales de Corrientes; el lenguaje de los vendedores ambulantes; la velocidad, la contundencia; la adaptación de los colombianos y los venezolanos a esta paisaje polifónico (y su tesoro escondido); decir «muchachos» o «chicos»; mi atención a su inventiva; el embelesamiento del oído; un mesero que después de escuchar dos frases mías me pregunta si soy de Medellín; ese reconocimiento, esa alegría.

Sin fecha 2023

Buenos Aires es como la diagramación de un libro que nunca leeré pero que me fascina. El gramaje grueso y terso de su papel, sus paratextos, los comienzos en las páginas impares, las «carillas» y no las «páginas», la maqueta del libro como metáfora del universo, el placer del texto, un paréntesis de cierre que nunca supe cuándo se abrió y un pié de página con mis palabras preferidas.

*

Me conmovió verlo. Se sentó lejos de mí en el café donde habíamos quedado con mi amiga. A mi lado se hicieron otros amigos y conocidos de aquella época. Ella organizó todo para que se reencontrara el grupo que éramos, que fuimos. Me preguntaron por casi todo, como cuando alguien vuelve de un viaje muy largo. Hablamos mucho tiempo de Covid y de cómo nos había cambiado la vida (el tiempo, no el virus), y entre sorbo y sorbo de limonada y contrarespuesta y réplica, yo lo veía. Era como ver otra persona, pero yo quería verlo hasta reconocerlo. Nunca sonrió de verdad, al menos no como lo recordaba yo de ese otro tiempo, y no me miró mientras yo lo veía. No me preguntó nada y yo no quise acercarme. Cuando nos despedimos, a las afueras del lugar —el único y verdadero momento de interpelación— yo le di un abrazo muy fuerte, era el único dispositivo de comunicación con el que contaba: mis brazos. Le sentí los huesos de la espalda y me pareció arropar un cuerpo distinto del que yo recordaba. Pensé en lo que le había pasado a él (¿Qué me había pasado a mí?). Lo que una vez en mis brazos fue exaltación y ahora era solo un sobresalto, un no querer incomodarlo, un «Gracias por venir», «Que estés bien», y un «Chau».

21 enero 2023

En el café moderno de tipo escandinavo donde me tomo un café —un último café—, algunos hombres, resueltos o atildados, miran de reojo, echan un vistazo con sigilo, su mirada es un rayo potente que todo lo descarta por donde pasa, un surtidor de deseo. También me quiero llevar conmigo eso: esa tempestividad y esa fuerza. Hoy es el último domingo que estaré aquí, bajo este azul celeste, en medio de los disparos que son sus ojos, con la conciencia de mi mirada, que cierro para palpar mejor el calor del sol, cubierto por el protectorado de estos alcanforeros serpenteantes y frondosos.

21 enero 2023

Llega, por segunda vez en dos décadas, mi tiempo de despedirme, de partir, y de partirme, de dejar aquí algo, un trozo, y seguir más ligero. Me pregunto qué vi y qué dejé de ver. Como diez años atrás dejo Buenos Aires buscando otro espacio, queriendo ser otro. Volví siendo otra persona y aquí he vuelto a tener la valentía de querer la claridad y la fuerza para ser alguien más. A este templo suramericano decadente, he venido a pedir el apuntalamiento de lo que sigue, lo que hay en mí inexplorado y expectante, posible, siguiente, el conocimiento y la conversión, cruzar una puerta, un límite, y encontrar al otro lado otro cielo, otro sueño.

Pienso de nuevo en tantos colombianos y venezolanos que aquí escuché, en las calles, en restaurantes, en las muecas fonéticas que hacen para copiar la música oral de los argentinos, la práctica articulatoria de la imitación con la que van tachando y escondiendo su voz desnuda, su ritmo y su prosodia, esas otras joyas que aquí tan poco se aprecian. Me da pena (también en el sentido colombiano, es decir, vergüenza), reconocer que ese también fui yo, que fui yo quien tachó y escondió una vez su propia voz para imponerle un ropaje ajeno, hasta por poco perderla. Volver a Buenos Aires es escuchar mi voz y la confirmación de que aún sigo buscando una forma propia de ser yo. Y también es un último deseo: para los argentinos el rioplatense y todos los oropeles de ese castellano; para mí, toda la dicha, toda la fortuna, toda la investidura del español colombiano; y para ellos y para mí, así como para todos los que están en el medio, en ires y venires, la ilusión de que algún día nos encontremos, nos escuchemos con interés y nos comprendamos. Que seamos interlocutores.

Tanatostalgia

Pasaje intermedio

Cuando era niño, había un momento justo antes de quedarme dormido en el que pensaba que la felicidad era eso: el descanso del sueño. Esa entrega momentánea y total a una plácida deriva. Pensaba que entre el momento en el que me acomodaba en la cama y el instante en el que cerraba los ojos y me desconectaba del mundo exterior pasaba algo realmente importante, un pasaje intermedio supernatural e interior, que yo quería describir y conocer, pero que la mañana siguiente no podía recordar. ¿Cuándo me quedé dormido? ¿En qué momento me fundí? Me preguntaba en mis primeras investigaciones infantiles. Cada noche intentaba grabar en mi conciencia ese momento (esta noche sí, me decía a mí mismo), pero todos los intentos fallaban y poco a poco fui normalizando la idea de que es imposible ser conciente de esa transición, de darme cuenta del instante preciso en el que me dormía. (En inglés es curioso que sea caerse dormido en lugar de quedarse dormido. Caer y no darse cuenta. Ser transportado en esa caída. Caída libre.)  

Ahora y en la hora de nuestra muerte

A eso de las seis, en el calor apaciguado de las tardes de Santander, mi abuela rezaba el rosario. Yo la acompañaba obedientemente, fervorosamente. Ella desgranaba la camándula y yo le respondía las oraciones. Íbamos concatenando juntos las partes del avemaría circularmente, insistiendo y repitiendo esa frase que ruega por el amparo divino en los dos momentos más importantes de la vida, teológicamente hablando: (1) ahora y (2) la hora de nuestra muerte. Amén.

Y mi abuela, en un cansancio tremendo, a veces cerraba los ojos y se quedaba entredormida aunque sus palabras no le fallaban y la plegaria continuaba, aunque en un tono menguante. Después de persignarnos, de haber salido victoriosos de esa hora triste que es las seis de la tarde en una casa pobre, ella decía, con la misma seriedad de sus rezos, algo que a veces recuerdo, últimamente cada vez más: «me dio el sueño de la muerte». Yo no sabía qué responder a esas palabras, pero entendía que ese era otro tipo de sueño. Y quizás desde ese momento se me fueron emborronando y confundiendo las nociones y los límites de la felicidad, la tristeza y el misterio.

Morir dos veces

Hace poco me enteré que en un libro para aprender español se dedicaba una lección de vocabulario a palabras mortuorias. Sepelio, ataúd, cadáver, luto. Pensaba que son palabras bellas, pero que a quién se le ocurre enseñarlas en un libro de texto. Cuántas veces utilizará alguien que esté aprendiendo español estas palabras tan tétricas. Me di cuenta que yo mismo las he utilizado poquísimas veces, al menos en un sentido profundo y cercano. Las utilicé hace diecisiete años para despedirme de la abuela, y hace dos años cuando me enteré de la muerte de otra mujer que quise mucho, y cuyo recuerdo imperfecto hoy hizo que escribiera esto que estoy escribiendo.

Ese recuerdo imperfecto es el de esa mujer pasando a la cocina y en su trayecto haciendo una pausa para con su mano delicada acariciarme la cabeza mientras yo estudiaba, ya con doce años, álgebra en el comedor de mi casa. Yo no dejaba de hacer las tareas, de ver sobre el cuaderno cuadriculado la ecuación, pero ese gesto suyo me gustaba, me hacía cosquillas en la nuca, me enseñaba una forma simple y muy nítida del cariño. Ese gesto me reconfortaba. Las manos de una mujer como expresión de amor. Antes de que ella se muriera jamás pensé en ese recuerdo, que su muerte activó de alguna manera: la mano suave deslizándose por mi pelo, por la parte parietal de mi cabeza, el cosquilleo tranquilizante. Ahora, veinte años después, con la absoluta seguridad de que no la veré nunca más en esta vida, ese recuerdo vuelve, y me duele momentáneamente, como un aguijón. Un dolor que no sé nombrar, porque, como dice Barthes, lo que sabemos nombrar no puede perforarnos. Y pensaba en otro escritor que dijo que la muerte, para quienes viven, sucede dos veces: en la desaparición material de los que se van, pero también en la «re-estructuración del cerebro», en las des-apariciones simbólicas, que vienen con la ausencia y que se elaboran en el duelo.

Resucitar es hablar castellano

Y esa lección del libro que mencioné antes me enseñó también algo a mí: en español usamos el verbo estar —y no ser— para denotar la vida y la muerte. Esto, que siempre me ha parecido natural, obvio, es un descubrimiento maravilloso que recalca el estado transitorio de ambas cosas. La vida se agota, pasa, la termina la muerte. Pero al decir que una persona «está muerta» —en vez de «es muerta»— también entonces declaramos que la muerte se puede terminar. También se agotará. También pasará. Algo la sucede. Hablando de esto con un amigo —que fue quien me mostró ese matiz en el uso—, me explicaba que seguramente eso viene del cristianismo. Que fue la influencia de la cristiandad en el idioma español lo que puede explicar esa construcción verbal. Y tiene sentido. Después de la Vida está la Muerte, como he dicho. Y después de la muerte, como todos los cristianos sabemos, está la Resurrección, o algo más, algo que no es cognoscible, pero que equipara, al menos en el lenguaje y en la fe, la vida a la muerte como transitorias y temporarias, como estancias pasajeras. Como todos los escépticos acordaremos, no sabemos qué nos depara detrás del telón de estar vivos, de este extraño teatro. Pero tampoco sabemos qué hay más allá de la muerte, aunque cada vez que nos referimos a ella —inconscientemente— presuponemos que hay algo más, que se está y no que se es. Y esa idea de que el flujo siga, de que haya un umbral más, de que estemos eternamente transitando, no me quita el miedo a la muerte ni me hace religioso ni más ni menos escéptico, pero me trae consuelo. Que se use un verbo y no otro en español, de alguna forma, me reconforta. Aunque ese confort jamás sea ni la semblanza del que me dieron las manos vivas de una mujer que me quiso. 

Anoche soñé con la abuela

Anoche soñé con la abuela. No la vi ni la escuché. Le palpé las manos. (Otra vez las manos). Me sobrecogió que en el plano onírico el tacto me fuera más confiable que la vista. Pero era ella. Y no pasaba nada. El sueño solo era la conciencia plena de que ella estaba ahí conmigo, agarrados de las manos, sin poder vernos en la oscuridad de mi subconsciente. En ese sueño no había lenguaje, no había palabras, solo tiempo de regocijarme en su compañía. Aunque como escribe César Aira, los sueños están libres del tiempo, son la «disposición de la especie en la eternidad». Me desperté, de vuelta en otro mundo, en este, y supe entonces que no tuve tiempo de preguntarle algo, lo único que hubiera valido la pena conocer en ese momento, con tantas ganas que tenía de escucharla: abuela, ¿es este el sueño de la muerte?

Alta carga viral

Hay una canción de Gepe que dice:

Y descansar / y despertar mucho mejor

No es una canción sobre recuperarse de un revés de salud, pero yo la escuché durante un tiempo en el que estuve enfermo. Era invierno y yo tenía una infección que me fue transmitida sexualmente. La enfermedad —la condición en la que me encontraba— no era tanto dolorosa como era incómoda y vergonzante. Y con ella también vino un doblez urticante de ansiedad. Yo escuchaba a Gepe y sus frases dulces me parecían ajenas y lejanas, como un paisaje que quería imaginarme, pero que no llegaba a siluetarse, que no podía visualizar. Yo quería despertarme y sentirme mucho mejor. Hacer mías esas palabras. Y pasó. La infección cedió y me sané después del tratamiento.  

Y pensaba de nuevo en aquello porque hace poco escuché una canción llamada «Hideous» (2022) de Oliver Sim y me di cuenta que son muy pocas las canciones que hablan de la enfermedad como una experiencia humana universal (y sin hacer de ella una tragedia). Todos nos enfermamos como todos nos (des)enamoramos. Todos padecemos de algún síntoma alguna vez, a todos nos ha aquejado un desvío, una insuficiencia, una anomalía, una patología.

La canción es conmovedora y punzante: Sim, con su voz vulnerable de terciopelo sensual, canta sobre sentirse horrible, sobre la mirada alienante del otro, sobre la desintegración y la duda. Y en el puente, un estremecedor falsetto de Jimmy Somerville le responde y le ampara, formando una figura de dúo geométrico, como una pietà musical. Hacia el final de la canción se escucha:

He vivido con VIH desde los diecisiete / ¿Soy horrible?

Fotograma de Hideous. Fuente: MUBI.

Hilando canciones, haciendo imaginariamente una playlist, pensé también en Willie Colón y en «El gran varón», que es quizás una de las primeras canciones en español en hacer referencia al VIH. La canción —que algunos de ustedes dirán es problemática y que dista del espíritu de nuestro tiempo— me gusta porque está narrada no desde quien padece la enfermedad sino desde su familia, concretamente desde el padre, y porque pone en relieve el dolor de la indiferencia, su soledad, su trauma y su, en aquella época, completa incomprensión. En un punto no bailable la canción cambia de tono, desciende en fade out, todos los instrumentos están por desvanecerse, excepto el piano y la voz de Colón, que repite el nombre de Simón, llamándolo, recordándolo, nombrándolo. Y vuelven el coro, las congas, los platillos, las trompetas:

Simón /

Si-món / Oh oh oh /

Oh oh / Simón

Y también a principios de los noventas, en «El fallo positivo», Mecano —aunque tampoco se atrevía a decir SIDA— cantaba de un virus que navegaba en el amor y declaraba con mucha elocuencia que la ignorancia también es un mal, también mata. Porque cada enfermedad trae consigo una sombra de aprensión social. Ideas infundadas, estigmas. No todas las enfermedades tienen antídoto y ninguna está eximida de su propio espanto, de su estúpida sentencia. Y que treinta años después en las letras de las canciones que escuchamos siga habiendo ese vacío (ese no decir que Oliver Sim rompe de manera valiente) evidencia que la enfermedad sigue siendo un tabú en nuestra sociedad.

Fue tu condena un nudo de dolor / La estúpida sentencia

Ana Torroja en concierto. Principios de los 90. Fuente: El País

También recuerdo que un año antes de «Aidalai» de Mecano, en 1990, hubo una canción que contaba una historia de enfermedad mental. O de lo que creemos y sentenciamos como enfermedad mental. Porque siempre hay dos enfermedades: la que se desarrolla dentro de uno, la que albergamos, y la que los otros ven, la que los demás perciben y señalan. Y así salto del brit-pop cosmopolita de Oliver Sim a mi lengua, a la lontananza de la balada, a José Luis Perales, a su sensibilidad y sus imágenes. Y me doy cuenta de algo que ya sabía: a veces, entre todas las canciones, una es aliciente y liberación.

Y los muchachos del barrio le llamaban «Loca» /

Y unos hombres vestidos de blanco le dijeron «Ven» /

Y ella gritó «¡No, señor! Ya lo ven, yo no estoy loca /Estuve loca ayer / Pero fue por amor»

Una curiosidad: decimos que hay canciones contagiosas. Infecciosas, como dirían en inglés. En el mundo en el que vivimos hay al mismo tiempo pandemias y canciones virales. Virulencia y contagio ocurren en ambas la enfermedad y la música. Alguien reproduce o nos enseña una canción —y qué es eso sino un estrecho contacto— y de repente no nos la podemos sacar de la cabeza. Tres o cuatro notas inoculan en las secuencias espiraladas de nuestro genoma emocional. La canción incuba en nosotros. Y nos muta, nos transforma. Y así la olvidemos, está en nosotros. Y si es animada, nos pone a bailar, nos tras-torna. Genera en nosotros lo contrario al anticuerpo. (¿El todo-cuerpo?).

No sé por qué una canción me llevó a la otra. Y luego esa a pensar en otra cosa más, que es recurrente y la misma. En fin. Termino diciendo que importa que se cante también sobre la enfermedad, no como fatalidad sino como experiencia intrínseca a la vida, a la naturaleza. Importa que cantemos sobre muchos tipos de enfermedades, no solo las transmitidas sexualmente. Las visibles y las que no vemos. Las del cuerpo y las de la mente (que no son tan disímiles ni contrarias como se nos quiere hacer creer). Sobre cómo las llevamos, las sobrellevamos. Sobre cómo hacen parte de nuestra vida. Cantar para quizás algún día concebir de otras formas a la enfermedad. Importa cantar y buscar otros significados. Importa cantar para sanar. Cánticos que, así no nos curen, nos alivien.

Manuel y yo

Encontrándome en la ciudad X, un día cualquiera de 2006, en el lugar donde cursé mis estudios universitarios se me sugirió encontrar a Manuel. Ese año dudas atroces habían empezado a asaltarme, dudas sobre cambiar o no de carrera, sobre lo que yo había sido e iba a ser, sobre lo que era. Como no las pude acallar del todo, me matriculé en un curso de otra carrera, un desvío de territorios curriculares. La primera vez que se me sugirió encontrar a Manuel fue por una desviación, por un extravío.

El profesor de ese curso, con el que antes debí haber cruzado alguna vez alguna palabra, dictaba clases tanto en mi carrera como en la que yo quería explorar (ambas hacían parte de la misma facultad). Y quizás por esos cruces académicos o de pasillo de la universidad, entre él y yo había cierta familiaridad atípica. Nos saludábamos por el nombre, intercambiábamos preguntas si teníamos tiempo antes de que empezara la clase. Él llegaba temprano, como yo, y en lugar de abrir el salón y esperar adentro, prefería quedarse afuera, delante del aula. En esos minutos de espera los alumnos —habituales y polizones, como yo— íbamos llegando y él nos saludaba afuera con las llaves del salón en la mano. Allí se iba creando esa familiaridad que mencioné. Afuera del salón había algo que nos horizontalizaba a todos, que nos igualaba artificialmente. Por unos instantes el profesor, sin dejar de ser profesor, no era el profesor ni nosotros sus estudiantes, sin dejar de ser nunca los alumnos. Éramos solo ese diálogo.

Y un día éramos solo él y yo. No recuerdo si fue una conversación larga o corta. De ese día recuerdo solo algunas de sus palabras: Vos deberías leer El beso de la mujer araña. Y no recuerdo mucho más, pero estoy seguro que yo no pregunté nada ni tampoco él quiso agregar algo. Y nunca sabré si esa fue una recomendación —en español también se usa el verbo deber para sugerir— o si era más bien la advertencia de una responsabilidad desconocida, de un imperativo revelado, de un deber sustantivo.

En mi casa de la ciudad X, que era la casa de mis papás, me di a la tarea de investigar qué era eso del beso de la mujer araña y por qué ese profesor, que apenas me conocía, me lo habría recomendado a mí y no a toda la clase. Internet me ayudó a saber lo primero y fue entonces cuando di con su nombre, oblicuo y evanescente como una estrella fugaz entre los nombres de Internet: Manuel Puig. De lo segundo, no lo sé, pero a esa edad y con lo poco que yo sabía de mí entonces, solo recuerdo un sobresalto, el descolocamiento de que un hombre heterosexual me recomendara un libro en el que el personaje principal era homosexual ¿Qué decía esa recomendación de mí? ¿Y qué decía de él, del profesor? ¿Y por qué sentía yo que él había visto en mí algo que yo, de manera inconsciente pero empeñada, intentaba ocultar, opacar? Y ahora que lo recuerdo, pienso que la manera en que él me lo dijo, a solas, fue también como pasar o decirme un secreto, como un gesto de clandestinidad y complicidad dicho al oído. Pero a mí eso en vez de ratificarme o gratificarme me dejaba con más dudas de las que tenía ¿No se supone que eran solo dudas sobre qué estudiar, sobre qué ser (o no) cuando creciera? Y como a mis diecinueve años no solo era dubitativo sino también atolondrado e inepto, jamás me importó buscar el libro.

El beso de la mujer araña (1976), en M, 2017

Encontrándome en la ciudad M, un día cualquiera de 2017, el libro me encontró a mí. Estaba en una mesa de saldos de un mercado barrial de fin de semana. La luz de esa tarde hizo que el encuentro pareciera una aparición. Cuando lo vi sobre la mesa —qué bonita edición, debe ser de las primeras— supe que era el momento de cumplir con el deber sugerido y advertido por mi profesor de universidad. Cuando volteé el libro, también le pude dar una cara a Manuel, de cuyo nombre no me acordaba. Ese rostro en blanco y negro de la contratapa le dio una corporalidad al escritor y el encuentro fue entonces un acontecimiento.

Leí El beso de la mujer araña ese año, en parques y en cafés de la ciudad M. Con mi sexualidad más o menos asumida, me entregué a una cautividad que hizo que me adentrara no solo en la celda de la prisión y que fuéramos tres con Valentín y Molina, sino que ahondara por primera vez en un universo en expansión, el universo Puig. Seguía sin entender las palabras del profesor: por qué entre tantos libros ese, y por qué entre los libros de Manuel este. Pero ya era tarde para la reflexión y cuando volví a la ciudad X, con el libro ya todo dentro de mí, lo quise guardar dos veces y lo puse donde están las cosas que no quiero perder, a pesar de los embates de las mudanzas y de la obstinación de la errancia.

Manuel Puig

Me interesé en Puig y en su «programa literario», como dice Alan Pauls. Leí artículos sobre su experimentación estructural y vi en mi computador las adaptaciones al cine de un par de sus libros. Me interesé en el «mal gusto» como construcción social, en la hiperestetización del melodrama, en la narración y el montaje fragmentarios, en la imbricación cine-literatura, y en la iconoclasia de Manuel, en su marginalización y en lo que hizo con ella, en su obra —a pesar de que había leído solo uno de sus libros—. Y aunque desde entonces su nombre y sus palabras fueron ya para siempre algo que habitó en mí, como una voz o como un recuerdo de alguien, un día el interés se convirtió en otra cosa más dispersa y volátil, y seguí con mi vida. Y me atrevería a decir que lo olvidé, que en los libros que vinieron después encontré otras cosas, otros nombres, otras formas de ahondamiento y entretención, de evasión y de refugio.

Encontrándome en la ciudad R, un día cualquiera de 2022, y en un momento de mi vida de dificultad y confusión, algo ocurrió, algo en lo que no dejo de pensar. Yo estaba en la ciudad R siguiendo un sueño que volaba con un vuelo muy alto, y yo tenía un ala herida. Y en esa ciudad, a la que no he vuelto y que sigue siendo para mí la ciudad más enigmática en la que jamás he estado, tuve una noche de solaz y de dicha. Vi una película, Happy Together, de Wong Kar-wai. Y ver las imágenes de esa película, seguir sus secuencias, perderme en sus calles de Buenos Aires y de Hong Kong, hizo que encontrara, como quien encuentra dos ciudades perdidas y recuperadas, dos claridades. La primera no la puedo decir aquí, o no me atrevo quizás a escribirla, porque es personal y remueve en mí un dolor. La segunda, que también es luminosa y verdad, es la ilación de eventos que siguió después de haber terminado de ver la película y que me llevó de vuelta a Manuel. (Y que acabo de decidir que es tan personal como la primera).

Happy Together, 1997, de Wong Kar-wai

Happy Together es una película de 1997 que yo vi por primera vez en 2022, esa noche de cálido amparo en la ciudad R. A mí me parecía inverosímil que nunca en veinticinco años se me ocurriera verla, ni siquiera que no la hubiera visto por error haciendo zapping en los días en que se hacía zapping o en Internet en los días en los que veía desaforadamente películas de manera ilegal. Quise leer más sobre la proeza que es esa película y no tuve que indagar mucho para descubrir que Wong Kar-wai había basado su trabajo, se había inspirado en un escritor argentino, en un tal Manuel Puig, en su novela The Buenos Aires Affair.

Temporalmente de vuelta en la ciudad M, en esa ciudad donde fui feliz, y donde para mayor alborozo también se hablaba mi lengua, ¡que también es la lengua de Manuel!, deambulé por librerías buscando alguno de sus libros y martirizándome por no haber leído nunca más otros títulos, por no haberlo buscado jamás. Al principio fue difícil y solo logré rescatar Pubis angelical (1979), en una edición bellísima, que tiene manchas de color ciruela.

Pubis angelical (1979), en M, en 2022

Y aquí ocurre una paradoja, de lo que las ciudades hacen con nosotros, y también con los libros: leí la mitad del libro en esa ciudad maravillosa (M) pero me costaba avanzar en él, encontrar algo del destello milagroso que había experimentado cuando supe que Kar-wai y Puig estaban interrelacionados en la trama de mi vida. Sin embargo, mi tiempo en la ciudad M se cumplió y tuve que regresar a la ciudad C, que es un lugar de estragos adversos en el que me cuesta sentirme a gusto, pero que es donde vivo. En el avión de regreso, con ese apesadumbramiento que dan las despedidas de los lugares donde fuimos felices, tengo todavía en el recuerdo la sensación de pasar una página y que ante mis ojos avizores el libro cambiara de registro, de género, un libro-trans; y dando tumbos en esta ciudad misteriosa y cerrada para mí, fui todavía un poco más feliz de reconocer en Pubis angelical una obra maestra en toda su amplitud y en toda su intemporalidad. Y solo ese descubrimiento hizo que replanteara todos los términos de mi relación con la ciudad C.

Pero las inverosimilitudes no terminan ahí. Antes de viajar a la ciudad C, otro día cualquiera de 2022, fui una vez más a una librería y compré algo, a manera de despedida. Antes de salir de allí lo vi: otro regalo de esa otra ciudad-regalo. El año de mi urgencia era también el año del 90 aniversario del nacimiento de Manuel, y Seix Barral había reeditado su obra: La traición de Rita Hayworth (1968), Boquitas pintadas (1969), The Buenos Aires Affair (1973), El beso de la mujer araña (1976), Pubis angelical (1979), Cae la noche tropical (1988).

Estaban ahí, en frente de mí, reeditados y vigorizados. Fue como encontrarse accidentalmente a un amigo después de muchos años y quedar con una alegría revoloteando adentro. Solo pude comprar dos de esos tantos libros, agarré uno en cada mano, y el impulso solitario se sintió como un abrazo. ¡Manuel! ¿Cómo estás? ¿Qué fue de tu vida? ¿Dónde habías estado? Y yo ¿Dónde estuve? ¿Quién fui todo ese tiempo? Me tengo que ir, me va a dejar el avión…

Encontrándome en la ciudad C, un día cualquiera de 2022, terminé de leer los libros que traje del viaje, los libros de Manuel. Sentado en una banca, como en 2017, la primera vez que lo leí, la primera vez que lo vi, pensaba cómo fue que ocurrió todo esto, cómo es que tardé diez años para seguir un consejo y casi veinte para hacer de esa recomendación un tesoro y una búsqueda. Cómo es que se urde esa red de amistades imaginarias y de afectos de interdependencia, de vínculos entre la vida y los libros, entre escritores y lectores; cómo es que aparece un maestro y cómo nos preparamos para ese encuentro.

The Buenos Aires Affair (1973), en C, 2022

Para resquemor de todos mis detractores, todavía me queda una alegría más y es saber que aún no he leído todas sus historias, que aún hay libros de Manuel que todavía no he abierto. A ellos, no a mis detractores sino a esos libros no leídos que van circulando por las ciudades en las que he y no he estado, yo los invoco: alcáncenme, tóquenme, completenme, hablenme del misterio de una vida real signada por ficciones, háganme lector.

Hoy oí

7 de junio, en un país lejos de Colombia

«El acento [colombiano] me encanta» me dijo la camarera mientras yo pagaba la cuenta de lo que había comido. Para contrariarla, yo le dije de la manera más cortés que en Colombia había muchos acentos. Y después me supo mal ese desplante innecesario. No porque hubiera sido maleducado con ella, sino porque en el fondo yo sé que ambas cosas son ciertas: el acento colombiano es muchos, es plural; y, afuera es posible reconocer que alguien viene de Colombia cuando habla, aun cuando se provenga de regiones distintas del país. En todo caso, ella me dio un halago y yo, por no oír bien lo que me había dicho, por oír mal y rápido, le devolví una contrariedad. Ella fue generosa, yo reaccionario.

*

En una conferencia internacional, por ejemplo, uno se puede entretener adivinando —a veces con acierto y a veces errando— las nacionalidades de los panelistas mientras se les escucha hablar. En este caso, en el que quiero contar, era obvio. La panelista había titulado su presentación con algo que incluía la palabra Bogotá, pero aun si la hubiera titulado diferente, yo sabía de qué parte del mundo hablaba mientras hablaba, mientras la oía hablar. Ella trabajaba en un alto nivel del sector público que no voy a mencionar, y su presentación era además muy interesante y articulada, sobre cuidados y comunidades sostenibles, sobre coordinación de sectores e infraestructuras a favor de la igualdad en la capital. Los asistentes la escuchábamos con atención, asintiendo y tomando notas de vez en cuando.

Un par de días después la vi afuera de otro auditorio, esta vez ambos esperábamos entrar como parte de la audiencia. Me acerqué para saludarla, me pareció lo más lógico que si dos colombianos se encuentran fuera de Colombia, que por lo menos se saluden, se digan de que ciudad vienen, se congratulen por las presentaciones, si es que fueron buenas, como en su caso lo había sido. Mientras caminaba hacia ella me di cuenta que no estaba sola. Otra mujer la acompañaba, las dos estaban hablando y mientras yo me acercaba a ella(s) sin poder inteligir lo que conversaban, dudé sobre el tipo de relación que había entre las dos ¿profesional o sentimental? Y si estaban discutiendo sobre algo del trabajo, de la conferencia, del país donde estábamos, o algo más, algo personal, porque había en la manera en la que se comunicaban una tensión extralingüística, o a mí me lo pareció.

Mi saludo fue efusivo y quizá con muchas palabras. La colombiana me contestó cordialmente. Pero donde yo esperaba que la conversación despegara hubo un silencio carrasposo, un estábamos-más cómodas-antes-de-que-tú-llegaras. Reparé en la otra mujer, que era muy guapa, y que no había dicho nada, no había contestado mi saludo. (¿Era también colombiana?). Pensé que si la miraba sería ella la que diría algo, incluso un comentario sobre el clima o la ciudad, un lugar común de deferencia, small talk. Me di cuenta que se fijaba en mí con una mirada extraña, y en esa mirada se fue decantando un gesto que me descolocó y que me hizo confirmar que sí, que era colombiana: la gesticulación nefasta del ninguneo, del engreimiento segregante. Yo remendé esa incomodidad torpemente y dije que tenía que irme ⁠—lo cual era falso porque todos seguíamos esperando que abrieran el mismo auditorio para entrar a la misma charla⁠—. Así que simplemente me despedí y antes de irme vi que la mujer, sin articular nunca ninguna palabra, sin dejar de mirarme, hizo un gesto más. El rictus en posición de burla. 

Me hice a un lado, me senté en el borde de un muro bajo, hice carrizo y moví aceleradamente el pie que quedaba colgando. Esperé que abrieran el auditorio. Qué demora, pensaba. Qué hija de puta esta vieja, pensaba. Qué malestar reconocer a un colombiano, a una colombiana, por un gesto displicente. Qué país clasista, menos mal ya no vivo allá, pensaba. Y en mis pensamientos, que pasaban como carros a toda velocidad, había furia y tristeza. Alguien abre el auditorio. Nunca más las volví a ver.

*

La conferencia se terminó al cabo de tres días y yo tuve tiempo libre para descubrir la ciudad, en la que nunca había estado. Caminé y multipliqué las cuadras y el domingo encontré una librería, un pequeño oasis. Me senté a tomar un café. A mi lado estaban sentados tres amigos, dos chicos y una chica, a lo Y tú mamá también, pensé, porque no lograba captar la naturaleza de los vínculos entre ellos, entre uno de los manes y la mujer, entre la mujer con respecto a los dos hombres, entre los dos hombres mismos. Pero no había tensión entre ellos, solo un misterioso fluir chispeante.

Los oigo hablar mientras espero mi café, los oigo hablar para densificar mis teorías sobre el tipo de relación que hay entre los tres ⁠—⁠soy entrometido y novelero, qué le vamos a hacer⁠—, los oigo hablar y el sonido de sus voces me envuelve, es sobre todo ella quien habla, quien le da contornos a la conversación, su voz, su musicalidad, su ritmo, esos destellos de identidad. Los oigo hablar y me doy cuenta que, también, son colombianos, extranjeros en este país lejano. Y es después de que descubro de dónde vienen que oigo decirle a ella «la historia de Colombia es una historia triste», y comienzo a sentirme más y más atraído, y estoy a punto de decir algo, de insertarme en esa conversación, de la que estoy lejos porque ocurre en otra mesa, pero lo suficientemente cerca para no necesitar gritar para que se me oiga. Me contengo, y sigo oyendo, no profiero y prefiero oír: «el Magdalena fue el río que organizó el país».

Los oigo hablar sobre ríos, sobre historias, sobre internet, sobre teorías, sobre escribir, sobre sus sueños, y también sobre sus pesadillas, sobre becas y aspiraciones a estudios en otros países, sobre explorar, investigar, leer, conocer el mundo, sobre lo chévere que sería que a uno le pagaran por leer y escribir. Oigo su deseo. Oigo su sed. Y en ellos me parece oírme también a mí mismo, mi voz colombiana que oigo solo en mi mente, que no se atreve a emitir ningún sonido. Los escucho con el magnetismo invertido de cuerpos que se atraen y se repelen. Me ven y los veo mirarme. ¿Un instante relampagueante de reconocimiento? Ellos no paran de hablar, y yo no pronuncio ni una palabra. Yo oigo.

*

En Colombia empezamos las frases diciendo Oye —y en donde voseamos oíme— para romper el silencio, y a veces las terminamos diciendo ¿Oyó? para enfatizarlas, para subrayar lo que acabamos de decir: Oye, te quiero decir algo…; lo quiero mucho ¿oyó? Y en ocasiones retorcemos todavía más ese verbo y empleamos el pretérito oíste para llamar la atención sobre algo, como si  lo que vamos a decir ya se hubiera dicho y por lo tanto oído. Y me pregunto si en esas muletillas del lenguaje oral no hay una gran petición profunda por oírnos, por que nuestra voces sean fuertes y claras y por que haya alguien que nos oiga, que nos quiera oír. (Y aquí habría que retar esa falsa creencia de que escuchar es oír con atención y que oír es algo solo superficial o no sé qué tontería). Oír como el acto que completa la voz, como lo que en verdad, al percibirla, crea la realidad. Oír las voces, sus ritmos, sus pausas, sus musicalidades, sus entonaciones y sus declives, sus timbres, sus muletillas, sus deseos y su sed. Oír como antídoto de los gestos clasistas, oír —y ser conciente de ser oyente, de ese derecho y de esa responsabilidad— como gesto anti-clasista.

A los tres chicos que hay a mi lado, yo les oigo hablar y eso me gusta. Oírles me hace bien. Y luego se van. Se van sus voces. Y en el silencio que queda yo trato de acordarme de las voces de mis amigos, de la gente que quiero, las voces que hace mucho tiempo no escucho y quisiera oír otra vez, las voces que ya no escucharé más. Sus voces removieron en mí otras voces. Sonidos, ecos y murmullos como un río ascendente de voces, el torrente de la oralidad. Como el río que me traspasa y me organiza. Lo fundante es la voz, lo organizativo es el oído.

*

En el aeropuerto antes de irme de esa ciudad lejana, vuelvo a pensar en las dos mujeres de la conferencia, en los chicos de la mesa del lado en el café, en Colombia dispersa y diáspora. Se me viene a la mente un recuerdo más, el último sobre el que escribiré hoy, y uno que no ocurrió durante la conferencia, sino en otro lugar, en otro momento. En una calle de una ciudad triste, un hombre gritaba en un megáfono, lamentaba las muertes de compatriotas en las marchas del 2021. «¡Ellos viven en nuestras voces!», dijo después de pronunciar los nombres y apellidos de los muertos. Yo estaba ahí y creo que eso es lo más enigmáticamente poético y políticamente poderoso que oí decir a un colombiano en mucho tiempo.

El día que me regalaron una camiseta con tres latas de sopa Campbell

Si todo el mundo no es bello, entonces nadie lo es.

Cuando era joven decía, sin saber qué significaba realmente, que quería ser diseñador gráfico. Y entonces, sin tomármelo todavía muy en serio, una de mis primeras experiencias de acercamiento a ese «mundo» fue en un computador: descargué una fotografía mía, la edité en un programa (¿Photoshop?), la solaricé y luego, casi instintivamente la copié, la pegué sobre el lienzo digital, primero tres veces, y luego las dupliqué y las agrupé en dos líneas. Y luego, a cada una de las caras y a sus fondos cuadriculados, le asigné un color brillante. Y luego lo publiqué en lo que por esos días llamábamos Facebook, la hice mi foto de perfil. El recuerdo es embarazosamente warholiano y absolutamente criollo. Pero por más que lo intento, no recuerdo la primera vez que vi una pintura o una fotografía —ciertamente no un film— de Andy Warhol. O bueno, una reproducción, sea más preciso decir, en medio digital o telemático.

Pero mi fascinación hacia su trabajo debió haber transpirado en los detalles de mis años de juventud porque, en un cumpleaños, alguien que yo quise mucho me regaló una camiseta blanca que tenía estampadas en el pecho tres latas de sopa Campbell. Ese es otro recuerdo temprano y conciente que tengo de explícitamente acercarme a Warhol, al arte pop, y también uno de los primeros recuerdos en los que supe sin dudarlo que alguien me conocía, que me quería también. Recordar querer y ser querido.

[Suena Nature Boy en la voz de Nat King Col]

Lo primero que sorprende en Los diarios de Andy Warhol, la miniserie de Netflix dirigida por Andrew Rossi, es la conjugación formal y lo obsesivo del metraje. La voz generada por inteligencia artificial de Andy Warhol—finalmente el Andy robot que siempre se quiso fabricar—, la luz dulce y el torrente de imágenes de décadas pasadas, imágenes-época, son una especie de ensoñación y experiencia subconsciente.

Pero también sorprende, y es refrescante, ver el documental y no sentir que la máquina de la espectacularización celebraba otra vez el impacto cualitativo en el mundo del arte —lo que sea que eso sea— del genio del siglo pasado. Escuchar leer líneas de sus diarios que son incómodas, contradictorias, injustas, racistas, por él mismo (su avatar fonohologramático) o por otros, no necesariamente presenta a Andy Warhol en una nueva luz (los diarios se publicaron a finales de los ochentas) o en una nueva sombra, pero asegura que lo que estamos viendo (y oyendo) quiere correr del centro al artista y poner en su lugar al ser humano. (Aunque como se sabe, este desdoblamiento es casi imposible y especialmente en el caso de Andy Warhol.)

Y ese es un logro del documental: que del capítulo uno al seis se susciten por Warhol una multiplicidad de sentimientos, asombro y desdén, admiración y curiosidad, desconcierto y conmiseración. Cuando terminé de ver uno de los capítulos me sentí triste y no supe muy bien por qué. Y quise ver el capítulo siguiente, hilar esa tristeza que sentía a algo con la ilusión insospechada de encontrar respuestas en la narración del documental.

Y entonces descubrí que me sentí triste porque la historia allí contada era la historia del dolor.

El dolor físico de un cuerpo suturado y prematuramente decrépito, y el dolor de lo que señalamos como diferente, lo «inusual», lo «raro», lo «feo», lo freak, en palabras mismas de Andy, o como lo escribe mejor Olivia Laing: el dolor y la soledad de la diferencia, de lo indeseado, de lo inadmitido socialmente. Pero sabemos que Andy Warhol era un socialite, que siempre estaba rodeado de su entourage de élite, que su figura genera(ba) un apetito insaciable de medios de comunicación masivos, que los suyos fueron muchos más que quince minutos de fama. Pero qué doloroso fue saber que Andy Warhol se enamoró de alguien y que con esta persona estableció una relación asimétrica de reciprocidades extrañas. Qué doloroso que esa persona se apresurara a asegurar a sus amigos que no tenía sexo con Warhol, que lo suyo era otra cosa. Qué doloroso fue saber lo que ocurrió con ese cuerpo. Qué doloroso escuchar que Warhol sospechara que el hombre que él amaba lo quiso matar tirándolo de una moto-esquí… ¿Cuánta fortaleza (o lo que sea aquí contrario al dolor) se tiene que tener para escribir eso y seguir amando a esa persona? Una de las últimas líneas de los diarios dedicadas a él: 

Conoces a alguien, vive en tu casa, y después, de repente, ya no te conoce más

Copyright © The Andy Warhol Foundation for the Visual Arts, Inc.

Y descubrí que esa historia de dolor personal y privado era también una historia de sufrimiento público y colectivo. Del sufrimiento que nos dejan las personas que se marchan, que nos olvidan, de las personas que en la década de los ochentas murieron y vieron morir a causa de una pandemia letal. Del sufrimiento sútil y subterráneo que conlleva aún hoy ver imágenes de hombres jóvenes con sarcoma kaposi en el último hilo de sus vidas moribundas, condenadas, incomprendidas. Hombres a los que daba miedo rozar con la mano. Hombres con los que Warhol se pudo haber identificado en muchos sentidos. Hombres que Warhol amó e idealizó de tantas maneras.

Andy Warhol, el artista que no fue activista, que nos «quedó debiendo tanto» en lo que se podría entender como una deuda moral frente a la comunidad LGBTQ, de repente también nos recuerda otra forma de tocar, de entrar en contacto, de amar: amar al ídolo de lejos, amar con la mirada, amar con el lenguaje (con todos los lenguajes de los que se tenga un comando) y amar sin cuerpo, por imposición al mismo tiempo que por elección. Pensar que, a pesar del dolor, a Warhol le hubieran salido colores y formas estridentes de lo bello en su obra, que esa obra exprese tan solventemente el deseo queer, y que sea el testimonio de una historia de exclusión e inclusión, puede que nos ayude a verlo (y a los demás) de una manera nueva. Ciertamente a mí me ayudó a pensar en el chico que me regaló la camiseta, con quien ya no tengo ningún tipo de relación, de otra manera. Por último, después de ver el documental descubrí que en piezas de su obra (la de Andy) hay vestigios tenues de una herida, y que esa herida es propia y colectiva, es de muchos a la vez que mía, es la misma en todos a la vez que ninguna otra en nadie más, es una herida reciente al mismo tiempo que antigua. Y este borramiento de la herida original, de la originalidad, es lo que Andy Warhol también tiene para decirnos sobre lo que nos acecha y nos conecta como seres sensibles, como espectadores humanos.

Pasaje